Iba a escribir un mensaje de fin de año. Es más, ya estaba peleándome con las palabras y hasta había redactado un par de párrafos –no muy festivos ni optimistas para ser sincero-, cuando una copa de vino inocentemente dulce, se interpuso en mis afanes de escriba.
Se supone que sería un brindis de compromiso. De esos que no van más allá de las sonrisas de ocasión y de los buenos deseos que se dicen casi de paporreta. Era cuestión de tener paciencia, mostrarse afable y darle curso a la copa lo más rápido posible. No tardaría mucho en volver al teclado.
En quince minutos o a más tardar en 30, estaría en mi puesto de combate, frente a mi vieja y aguerrida “lentium” con su disco duro empachado de fotos digitales y documentos de todo tipo, desde mis insufribles y enrevesadas crónicas universitarias, hasta unos textitos cursis y melosos que siempre me llevaron al fracaso.
Tal como lo había previsto, el vino duró menos que las esperanzas peruanas de ir al mundial de Sudáfrica. Dos o tres copas y listo. Entonces creí que podría volver a mi amarga y quejumbrosa letanía contra el moribundo 2008, un año que llegó y se fue sin pena ni gloria.
Pero estaba equivocado. Y es que cuando ya alistaba mi honrosa, sonriente y educadísima retirada, apareció en mis manos –como si se tratara de un milagro- una botella enterita de pisco. El brindis continuaría. Eso sí, ya no sería inocente y dulzón, sino de alto “octanaje”, porque la bebida de bandera es contundente, eficaz, se sube rápido a la cabeza.
Ya era tarde para correr. Puse el pecho y no arrugué. Total, no tenía grandes planes para la noche y mi mensaje de fin de año lo acabaría más tarde, bueno, si es que seguía consciente y no me ganaba la hora.
En todo caso, era cuestión de apurar el pisco y entrarle con entusiasmo, no por borracho o algo así, sino para ponerle el punto final al texto que había empezado antes de la aparición del vino.
Pero mis cálculos y presunciones fallaron otra vez. Bebimos a buen ritmo y el pisco duró menos que un suspiro.
Sin duda me alcanzaría el tiempo para volver a mi “lentium” y darle el puntillazo final a mi entrada. En eso andaba precisamente, cuando uno de mis compañeros de brindis -ya les dije que estaba acompañado de los amigos con los que comparto mi espacio de trabajo-, propuso tomarnos las del estribo en un bar cercano.
Su idea fue aceptada por aclamación. Fuimos en busca del clásico parcito. Y, como siempre ocurre, fue más de un parcito. La tarde se convirtió en noche y mi texto definitivamente se quedaría inconcluso. El año nuevo ya estaba a la vuelta de la esquina y yo no estaba precisamente a la vuelta de mi casa.
Tenía que retornar en la primera couster que pasara. No quería que el año me encontrara rodeado de desconocidos. Y recorrí una ciudad que se preparaba para la fiesta y me di cuenta que no podía ni debía entristecerme por los problemas cotidianos, las travesías que se postergan, los pagos que no se cumplen.
Mi vida es más que cualquier enredo urbano o crisis globalizada. Mi vida es explorar, conocer, buscar nuevos rumbos y compartirlos con ustedes. Eso es lo que hago, eso es lo que me gusta, eso es lo que me hace sentir periodista y viajero.
No debo dejarme abatir por nada ni por nadie, porque mi camino –para bien o para mal- está trazado desde hace tiempo: andar por el Perú, hacer fotos y escribir, aunque esta vez mi verdadero mensaje de fin de año, haya quedado trunco por la culpa de un inocente brindis.
Se supone que sería un brindis de compromiso. De esos que no van más allá de las sonrisas de ocasión y de los buenos deseos que se dicen casi de paporreta. Era cuestión de tener paciencia, mostrarse afable y darle curso a la copa lo más rápido posible. No tardaría mucho en volver al teclado.
En quince minutos o a más tardar en 30, estaría en mi puesto de combate, frente a mi vieja y aguerrida “lentium” con su disco duro empachado de fotos digitales y documentos de todo tipo, desde mis insufribles y enrevesadas crónicas universitarias, hasta unos textitos cursis y melosos que siempre me llevaron al fracaso.
Tal como lo había previsto, el vino duró menos que las esperanzas peruanas de ir al mundial de Sudáfrica. Dos o tres copas y listo. Entonces creí que podría volver a mi amarga y quejumbrosa letanía contra el moribundo 2008, un año que llegó y se fue sin pena ni gloria.
Pero estaba equivocado. Y es que cuando ya alistaba mi honrosa, sonriente y educadísima retirada, apareció en mis manos –como si se tratara de un milagro- una botella enterita de pisco. El brindis continuaría. Eso sí, ya no sería inocente y dulzón, sino de alto “octanaje”, porque la bebida de bandera es contundente, eficaz, se sube rápido a la cabeza.
Ya era tarde para correr. Puse el pecho y no arrugué. Total, no tenía grandes planes para la noche y mi mensaje de fin de año lo acabaría más tarde, bueno, si es que seguía consciente y no me ganaba la hora.
En todo caso, era cuestión de apurar el pisco y entrarle con entusiasmo, no por borracho o algo así, sino para ponerle el punto final al texto que había empezado antes de la aparición del vino.
Pero mis cálculos y presunciones fallaron otra vez. Bebimos a buen ritmo y el pisco duró menos que un suspiro.
Sin duda me alcanzaría el tiempo para volver a mi “lentium” y darle el puntillazo final a mi entrada. En eso andaba precisamente, cuando uno de mis compañeros de brindis -ya les dije que estaba acompañado de los amigos con los que comparto mi espacio de trabajo-, propuso tomarnos las del estribo en un bar cercano.
Su idea fue aceptada por aclamación. Fuimos en busca del clásico parcito. Y, como siempre ocurre, fue más de un parcito. La tarde se convirtió en noche y mi texto definitivamente se quedaría inconcluso. El año nuevo ya estaba a la vuelta de la esquina y yo no estaba precisamente a la vuelta de mi casa.
Tenía que retornar en la primera couster que pasara. No quería que el año me encontrara rodeado de desconocidos. Y recorrí una ciudad que se preparaba para la fiesta y me di cuenta que no podía ni debía entristecerme por los problemas cotidianos, las travesías que se postergan, los pagos que no se cumplen.
Mi vida es más que cualquier enredo urbano o crisis globalizada. Mi vida es explorar, conocer, buscar nuevos rumbos y compartirlos con ustedes. Eso es lo que hago, eso es lo que me gusta, eso es lo que me hace sentir periodista y viajero.
No debo dejarme abatir por nada ni por nadie, porque mi camino –para bien o para mal- está trazado desde hace tiempo: andar por el Perú, hacer fotos y escribir, aunque esta vez mi verdadero mensaje de fin de año, haya quedado trunco por la culpa de un inocente brindis.
Comentarios
Saludos y un excelente año para ti.
r.v.ch.
Saludos,
r.v.ch.