No sé si será un indicio, una señal, un vaticicio o una mera casualidad. Sea lo que sea, he empezado a preocuparme. Y es que ya ha ocurrido dos veces seguidas, sin buscarlo y sin quererlo.
En mis años de viajero jamás había pasado algo así. Sólo encuentros espaciados que no me causaron ninguna conmoción, más bien fueron detalles pintorescos, simpáticos, de esos que sazonan las andanzas.
Uno ocurrió en la pileta de plaza de Armas del Cusco, otro en Yanahuará, cuando los novios compraban caramelos a una ambulante, unito más en la isla de Anapia, donde toda la comunidad -más su yapita de turistas- fue invitada al festejo de tres días.
Pero ahora la situación es diferente. Van dos viajes y dos encuentros. Uno en Tortugas -reseñado en la entrada anterior- otro en Trujillo, el sábado pasado, en plena plaza de Armas, en medio del corso por el LI Concurso Nacional de Marinera, cuando todo era un volar de pañuelos.
Dos de dos. ¿Será una pérfida tendencia? El inició simbólico de un camino que me llevará al altar con traje de pingüino, que terminará conmigo bien casado o, mejor dicho, bien cazado, hasta que la muerte me separe... ¿de quién?. Ese es otro problema. Otro motivo de inquietud.
No, no y no -copiándome la rabieta de un candidato presidencial- ese no puede ser mi futuro. Quizás estoy entendiéndolo mal. Capaz el indicio o la señal vaya por otro lado. No será que acabaré en el altar como fotógrafo de bodas. Eso sería mucho mejor que andar allí como novio-futuro esposo, aunque tampoco es que me emocione demasiado.
Sea lo que fuere, lo mejor es esperar para ver que sucede en mi tercer viaje. Por lo pronto y como quien no quiere la cosa o, como para ir practicando, aproveché el encuentro fortuito para fotografíar a los nuevos esposos trujillanos.
Después del clic, seguí con la marinera.
En mis años de viajero jamás había pasado algo así. Sólo encuentros espaciados que no me causaron ninguna conmoción, más bien fueron detalles pintorescos, simpáticos, de esos que sazonan las andanzas.
Uno ocurrió en la pileta de plaza de Armas del Cusco, otro en Yanahuará, cuando los novios compraban caramelos a una ambulante, unito más en la isla de Anapia, donde toda la comunidad -más su yapita de turistas- fue invitada al festejo de tres días.
Pero ahora la situación es diferente. Van dos viajes y dos encuentros. Uno en Tortugas -reseñado en la entrada anterior- otro en Trujillo, el sábado pasado, en plena plaza de Armas, en medio del corso por el LI Concurso Nacional de Marinera, cuando todo era un volar de pañuelos.
Dos de dos. ¿Será una pérfida tendencia? El inició simbólico de un camino que me llevará al altar con traje de pingüino, que terminará conmigo bien casado o, mejor dicho, bien cazado, hasta que la muerte me separe... ¿de quién?. Ese es otro problema. Otro motivo de inquietud.
No, no y no -copiándome la rabieta de un candidato presidencial- ese no puede ser mi futuro. Quizás estoy entendiéndolo mal. Capaz el indicio o la señal vaya por otro lado. No será que acabaré en el altar como fotógrafo de bodas. Eso sería mucho mejor que andar allí como novio-futuro esposo, aunque tampoco es que me emocione demasiado.
Sea lo que fuere, lo mejor es esperar para ver que sucede en mi tercer viaje. Por lo pronto y como quien no quiere la cosa o, como para ir practicando, aproveché el encuentro fortuito para fotografíar a los nuevos esposos trujillanos.
Después del clic, seguí con la marinera.
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