Donde el autor se deja ganar por su nostalgia sanmarquina y, exprimiendo su memoria, garabatea una de sus tantas anécdotas estudiantiles en la Decana de América que, a pesar de estar más que veterana -ayer celebró su 460 aniversario- sigue dando cátedra y marcando la pauta en el Perú.
En San Marcos me estrené como pimponista de alta o baja -por mi tamaño- competencia, cuando fui parte del equipo de la facultad de Letras que participó en la olimpiada de Cachimbos del 90.
No voy a engañarlos. Mi participación fue poco decorosa. Casi un debut y despedida y, a pesar que el recuerdo de aquella justa deportiva no es muy grato para mí, trataré de contárselos de manera objetiva.
Para empezar les diré, que el momento más trágico ocurrió cuando un inmisericorde estudiante de química, me metió una catana de padre y señor mío. Mientras esta se perpetraba, en el gimnasio surgió el rumor qué ese gordito jugaba en la selección nacional… el gordito, lamentablemente, no era yo. En qué lío me había metido…
Nunca comprobé la veracidad de aquellos comentarios. Total, al asumirlos como verdad, mi derrota era menos vergonzosa.
No había perdido ante un desconocido, sino contra un seleccionado nacional, un deportista calificado y bien entrenado, a diferencia de su modesto, achaparrado y, en ese entonces, lánguido contrincante, que mal aprendió a jugar al ping pong en la mesa de su casa, previo retiro del mantel y el florero.
Antes de recibir aquella paliza memorable, me había enfrentado a un estudiante de educación. Le hice lucha. Jugué como nunca pero perdí como siempre, aunque en uno de los set alargué mi agonía hasta más allá del punto 21. Sí, me fui con la frente en alto porque había defendido estoicamente mi honor, el de la escuela de Comunicación Social y el de la gloriosa facultad de Letras y Ciencias Humanas.
Con el de química no hubo defensa alguna. Lo intenté, puse lo mejor de mí, pero aquel gordito era intratable. Barrió la cancha conmigo. No tuvo piedad. Me sometió con sus saques engañosos y unos mates que parecían cañonazos.
De los efectos que le daba a la pelota mejor ni hablar y menos de su raqueta, una sofisticada monstruosidad que, al verla nomás, ya daba miedo. Se presentaba como un mal presagio.
Los dos set fueron una pesadilla. Recuerdo risitas burlonas en el gimnasio sanmarquino y mis intentos fracasados de meterle un pelotazo en la cara a aquel pimponistas fanfarrón. ¿Acaso no podía ganarme sin hacer alarde de su capacidad? No era necesaria semejante masacre.
Felizmente el partido no duró mucho. Después de mi derrota, no quedaron ni posibilidades matemáticas de clasificar. El equipo de Letras hizo un papelón insuperable. Sí, el equipo, porque el torneo era tipo copa Davis y, este pechito ahora viajero y ya nomás pimponista, era la raqueta número 1. ¡Es fácil imaginar el pobre nivel de quienes completaban el equipo!
Eliminados en primera ronda por Educación y Química. Todos los partidos perdidos. Los individuales y los dobles. No ganamos ni un set. Qué tal roche.
Mi desempeño fue tan pobre que, un adversario dolido, al que había derrotado sin atenuantes en mi corta etapa de preparación (dos viernes en la mañana), decía casi horrorizado que no se explicaba cómo había perdido conmigo.
Tras la dolorosa eliminación no volví más al segundo piso del gimnasio. El pimpón universitario terminó para mí. Ahora, después de tantos años, me gustaría retornar para jugarme una revancha. Dime cuándo, gordito, para empezar a entrenar.
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