Las muchachas, perdón, las “chunchachas” irrumpieron al
cuarto, perdón, al salón de clases, como Pedro, perdón otra vez, como Pedra (¿existe ese
nombre?) por su casa.
No tocaron la puerta ni anunciaron su ingreso con un
insinuante “prepárense jovencitos” o un cauto y previsor “hay alguien ahí”.
Las muchachas, perdón,
las “chunchachas” no dijeron nada. Entraron a la mala al cuarto, perdón, al salón de clases, entonces, no
parecían las damitas angelicales que bailan con desbordante gracia para la
Virgen del Carmen de Paucartambo, sino, más bien y, sobre todo, avezadas
policías que allanaban con rudeza la guarida de dos desprevenidos malhechores.
A aquellas muchachas, perdón, “chunchachas”, parecía
importarles poco los rostros de sorpresa, las confusas interjecciones y hasta los
bostezos mezcla de cansancio y espanto, de los dos circunstanciales habitantes
de ese cuarto, perdón, de ese salón de clases del colegio Serapio Calderón,
acomodados a lo que salga y al Dios nos ayude en ese lugar de enseñanzas
temporalmente suspendidas, por la fiesta de la “mamacha” Carmen.
Y esos muchachos, que en verdad ya no eran tan muchachos, desconocían mayormente las intenciones de esas muchachas, perdón, “chunchachas”, que tomaron
por asalto su cuarto, perdón su salón de clases, arguyendo que ellas habían alquilado
todito el colegio, situación que a su entender incluía, digamos como yapa, a
ese par de viajeros que por la escasez de alojamientos en el pueblo, se vieron obligados a
reposar su cansancio en el piso de madera de un aula escolar.
Y, quizás, porque ya no eran unos muchachos, ambos se sentían como trapos después de su casi congelada espera del amanecer en Tres
Cruces, donde solo vieron nubes y a harto místico que, en su desesperación y
apartándose abiertamente de sus predicamentos de armonía universal, rompieron
su silencio contemplativo con unas palabrotas bien condimentadas en un vano intento por convocar
al astro ausente.
Esas palabrotas –hay que admitirlo- también cruzaron por la cabeza de
aquellos muchachos que ya no son tan muchachos, cuando se sintieron
invadidos en su espacio vital por las “chunchachas” –sin pedir perdón porque
ahora sí acerté-. Pero no dijeron nada. Calladitos se quedaron y ni siquiera se levantaron, cuando ellas –rápidas, enérgicas, voluntariosas-
comenzaron a hacer lo suyo.
No, no se pusieron a bailar. Eso harían después. En las calles, en la plaza y hasta en el colegio que fungió de hospedaje y comedor, justo al
final de un buen almuerzo con lechón y yuca.
Pero aquella mañana de despertar
arrebatado, las “chunchachas” se desplegaron por todo el cuarto, perdón, por
todo el salón, para sacar, cargar y llevar al primer piso -donde se había acondicionado un comedor- las carpetas y las
sillas estudiantiles, apiladas contra el viento traicionero por los
ocasionales huéspedes del Serapio Calderón.
Esa era su misión en el primer día de la fiesta. La cumplieron sin sonrisas, sin máscaras y sin palabras. Su
accionar fue impecable e implacable. No se ablandaron ante el temeroso desconcierto de aquellos viajeros que
jamás soñaron que su cuarto, perdón su salón de pernocte, sería allanado por
una cuadrilla de muchachas, ay, caray, perdón, de “chunchachas”.
Y si bien el despertar pudo o debió ser mejor. Y si bien no
hubiera estado nada mal que las “chunchachas” irrumpieran con otro talante. Digamos,
por ejemplo, con ganas de bailar con aquellos muchachos que si bien ya no son
muchachos, todavía tienen lo suyo, todavía se defienden, todavía pueden –o creen
poder- seguir el ritmo de aquellas devotas bailarinas de la virgen del Carmen
de Paucartambo.
Comentarios
Me alegra que te haya gustado mi relato. Escríbeme a prensaperu@gmail.com, para ver lo de las imágenes.
Saludos,
r.v.ch.