Hace
algunos días me preguntaron si en mis viajes había tenido encuentros paranormales.
Con un poco de tristeza –porque siempre es bueno tener una historia alucinante
que contar- confesé que jamás he vivido una experiencia con fantasmas, aparecidos,
cucos, condenados o cabezas voladoras. Tampoco con esa banda de pishtacos
saca grasas de la que habló cierta autoridad policial.
Nada de
nada, admití ante la desazón de quienes me escuchaban. Ellos tuvieron con
conformarse con una que otra anécdota relacionadas con el tema y que no eran
demasiado terroríficas e impactantes. Pero no era mi culpa. Las almas en pena
se rehúsan a asustarme y ni siquiera se animan a darme una ‘jaladita de pata’.
Y no precisamente por la razón que varios de ustedes podrían estar pensando.
Lo más extraño –y esta es una reflexión
que fungió como respuesta- es que he estado en lugares en los que, según varias
voces, han ocurrido sucesos inexplicables, de esos que te ponen la piel de
gallina y los pelos de punta, aunque esto último sería prácticamente
imposible en mi caso. Los que me conocen o hayan visto una fotografía de mi
rostro, sabrá entender el porqué.
Volviendo al tema, en una de esas ocasiones
recibí pautas y consejos sobre la manera en la que debería de actuar, si mi
sueño era interrumpido por algún aparecido. El procedimiento era bastante
sencillo o al menos parecía serlo. Lo único que tenía que hacer era mantener
los ojos cerrados y decir todas las groserías, lisuras, sapos y culebras que
fueran parte de mi vocabulario.
Fue un profesor de escuela el que me dictó
esas recomendaciones. Creo que también me dijo que no era mala idea, poner una
tijera o cuchara debajo del colchón, aunque esto podría ser una jugarreta de mi
memoria. Lo que si recuerdo con claridad es que el docente sazonó su prédica
con varios “ajos y cebollas”, como para que no quedara ninguna duda.
En aquella clase inesperada en uno de
los cuartos del hotel Municipal de L…, en la sierra de Lima, se hablaría de una
maestra que se marchó del pueblo muerta de miedo, por las situaciones
paranormales que casi todas las noches acontecían en su cuarto. La pobre jamás
pudo derrotar o espantar a los fantasmas, supongo que por una carencia
alarmante de “verbo florido”.
Después de todo lo escuchado, estaba
seguro que al fin me enfrentaría a un espectro. Así que antes de dormir,
preparé y ordené mentalmente un variado y procaz repertorio, que incluía harta jerga para despistar más a mi posible contrincante. De esa manera le
quedaría claro que que no se enfrentaba a un palomilla de ventana sino a un viajero
que tenía calle y esquina.
Pero esa noche no pasó nada. Bueno,
nunca ha pasado nada. Quizás en mi próxima travesía. Uno nunca sabe. Ojalá
nomás que recuerde mi arsenal de palabrotas, con sus ajos y cebollas, con sus
sapos y culebras. Eso demostraría que no fue en vano la lección recibida en el
cuarto del hotel Municipal de L…, en la serranía de Lima.
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