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De huelgas y mundiales

Donde el autor vuelve a las andadas y en vez de escribir sobre su último viaje a Huancavelica, se atreve a publicar este extraño texto, inspirado en el paro de los maestros. 

Desde el balcón de mi primer hogar en Jesús María, veía marchar a los profesores de mi colegio, la 1100. Ellos estaban en huelga, en esa gran huelga de los últimos años de la dictadura militar que coincidió con mi estreno como estudiante de primaria y mi debut como espectador de los mundiales de fútbol.

Así, entre las arengas de los profesores, el intercambio de figuritas para el álbum de Argentina 78, y los comunicados oficiales del ministerio de Educación que se leían en las pausas de los programas televisivos, fui aprendiendo a leer el mi mamá me mima en las páginas del ya mítico libro Coquito.

Aprendí a pesar de la huelga y de esas marchas de la que era testigo desde mi balcón, lo que me permitía identificar a los profesores de esa escuela experimental en la que se estudiaban “las ciencias y el arte”, con el propósito de sacar adelante a “nuestra gran patria”. Al menos eso es lo que decía el himno que entonábamos los lunes.

Lamentablemente, los jugadores dirigidos por Marcos Calderón desconocían el cántico de mi colegio. Incapaces de sacar adelante a “nuestra gran patria”, ellos retornarían del mundial con las maletas llenas de goles, luego de una auspiciosa fase de grupos en la que el equipo fue una máquina de buen fútbol.

Pero la segunda vuelta fue un desastre. Perú, como se ironizó en un diario de la época, fue un equipo de “acero”: cero puntos y cero tantos a favor; en cambio, los goles en contra fueron muchos, tres contra Brasil, uno frente a Polonia y seis en el duelo con Argentina, resultado milagroso que clasificaría a los locales a la final del campeonato.

Que se pierda por goleada no es una novedad. Todo lo contrario. Suele ocurrir para tristeza de los hinchas. Esa lección la aprendí siendo un niño, pero no en el libro Coquito ni en las aulas de la 1100, tampoco en el balcón desde que veía marchar a los docentes de las escuelas nacionales de Jesús María.

Y allí estaba el profesor Bustamante, que tenía fama de malo y castigador, aunque solo en las aulas. Nunca cuando “afanaba” a la profesora Rebeca que, según parece, tenía mucho que enseñar. Tampoco en los estadios, donde cambiaba la tiza por el silbato y los cuadernos por las tarjetas rojas y amarillas.

Decían en el colegio que el díscolo Roberto Challe lo golpeó en pleno partido. El “profe” –tan rudo y severo con sus estudiantes, a quienes ordenaba hacer ranas y planchas si se portaban mal o no sabían la lección- no reaccionó. Arrugó toditito, como cuentan que sucedió, también, con varios de los jugadores de nuestra selección.

Ellos, claro está, no fueron golpeados por el “niño terrible”. Nada de eso. Su susto tendría su origen en la inesperada visita de un cruento dictador que, en un inesperado arranque de pasión futbolística y de cordialidad extrema, quiso conocer a los jugadores de la blanquiroja.
  
Jorge Videla, en ese entonces presidente del país anfitrión, no era amante del balompié, pero sabía que la obtención de la Copa del Mundo distraería a sus compatriotas. Esa conquista aplacaría las tensiones políticas, dándole un respiro a su gobierno.

Eso explicaría el repentino interés de Videla por ingresar al camarín peruano en los instantes previos al decisivo partido contra Argentina; bueno, decisivo para ellos que debían de ganar por cuatro goles de diferencia, no para los nuestros que –vaya novedad- ya estaban eliminados hasta matemáticamente.

Al final fueron más de cuatro. Dos goles de yapa como para no levantar sospechas. Fue inútil. Hasta hoy existen dudas sobre ese encuentro que, tal vez por un mecanismo de defensa de mi memoria, he olvidado por completo. Es como si no lo hubiera visto.

Pero lo vi. A blanco y negro. En una televisión que tenía patitas y que solo encendía cuando calentaban los tubos. Sí, allí lo miré, luego de haber pasado varias horas en ese balcón desde el que oteaba a los profesores de la 1100, aunque no a todos, siempre faltaba la señorita Marielena. Mi maestra del primer grado.

Ella quería que dejara de ser zurdo. No lo consiguió. Mi madre se opuso tenazmente. Después me enseñaría a escribir -no la culpo de mi mala letra- y a leer en el libro Coquito, a pesar del percance ocurrido en la página que decía fruta (de niño no podía pronunciar la sílaba fru y la reemplazaba por pu).

Felizmente superé ese problema de lenguaje. Otras señoritas no habrían sido tan condescendientes como aquella docente que nunca estuvo en las protestas con el árbitro Bustamante ni con el profesor Callirgos, un maestro en el arte de renegar que, cuatro años después, le diría a sus alumnos que a Perú siempre lo goleaban en los mundiales. 

Cosas que ocurren cuando uno va a clases después de una derrota catastrófica. Ya no eran seis a cero contra Argentina sino cinco a uno frente a Polonia, con la diferencia que esta vez ningún dictador estuvo en el camarín de los nacionales. 

Perdimos por malos y acaso por pura costumbre, como siguen siendo una costumbre los paros, las huelgas y las marchas de los profesores, aunque no de la 1100. Y es que mi colegio ya no existe.   

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