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Mostrando las entradas de 2010

Adiós 2010, bienvenido 2011

Donde al autor, a falta de campamentos, chococheladas o pachangas de cualquier tipo, reflexiona o arremete contra el año que termina. No tengo muchas quejas en tu contra 2010. Total, no has sido un año decepcionante ni terriblemente malo. Tampoco te crezcas. No creas que voy a pasarte la mano o hacerte la patería solo porque ya te vas, porque pronto serás solo historia. Eso no te salvará. No diré que fuiste bueno. No serás amnistiado ni indultado de ninguna de tus culpas, menos te ensalzaré o halagaré exageradamente por lo bueno que trajiste. Así que prepárate para leerme en tu agonía, en tus últimas horas, antes de las bombardas que anunciarán tu final y le darán la bienvenida al 2011 que, al igual que tú, será recibido con infinitas esperanzas y buenos deseos. Pero no te preocupes. Ya te lo dije: no has sido un año fatal y no mereces ser despedido con furia. Eso sí, y te lo digo abierta y enconadamente, en algún momento me hiciste creer que serías memorable.   Me engañaste y

Clic navideño

Con esta imagen de los tradicionales Niños Manuelitos, Explorando Perú saluda a sus lectores y compañeros de ruta en estas fiestas de fin de año, deseándoles a todos -a los que creen, a los que no creen mucho y a los que quisieran creer- una navidad inolvidable y un fin de año con jarana incluida. En uno de sus últimas travesías del 2010, Explorando visitó el taller de Antonio Olave en el barrio de San Blas, el bastión de los artesanos e imagineros cusqueños. Cordial y afable, el maestro nacido hace 82 años en el pueblo de Pisac, permitió que nuestro lente viajero retratara a sus célebres Manuelitos, la representación andina y sincrética del niño Jesús. Chaposos como los guaguitas de las alturas andinas, los niñitos de Olave son uno de los símbolos más entrañables de la navidad peruana, esa que -a pesar de todo- mantiene aún algunas de sus viejas costumbres, especialmente en los pueblos y en las comunidades más alejadas, menos expuestas al furor de la globalización.  Y como aquí n

Vamos Sport Rolly

Donde el autor a falta de viajes, se pone medio nostálgico y rescata del olvido la historia del poco exitoso Sport Rolly, un equipo de fulbito que paseó su escasa calidad en canchas de barrio y comisarías. Había una vez un equipo llamado Sport Rolly. No era un club formal, con sede social o canchita de cemento raspante. Jamás tuvo una barra numerosa ni un sponsor de generosa billetera. Tampoco contó con afamados futbolistas entre sus filas. Su máxima estrella fue un tal Echegaray, quien alguna vez pisó su pelotita en equipos de primera. Pero su estrellato fue fugaz. Apenas un par de partiditos en un torneo pro-fondos organizado por alguna de las delegaciones policiales del cono norte de Lima.  En ese campeonato, la escuadra azul –por el color de su camiseta- quedó eliminada en la segunda vuelta. Esa sería una constante en su corta y poca fructífera historia, carente de finales y títulos. De los demás jugadores no se puede decir gran cosa. La mayoría eran peloteros rústicos y áspe

El arte de saber caer

Dónde el autor hecha mano de la carpeta de sus textos sin publicar, para rescatar esta crónica de una azarosa aventura ciclística en Huaraz. Hasta para caer hay que tener cierta dignidad. No se trata de darse un contra suelazo, sin pizca de gracia y carente de elasticidad en un sendero de barro o en un camino con piedras y espinas; menos de quedar tendido como una champa entre el ichu que crece con vigor en una de las faldas de la cordillera Negra o en una carretera sin asfalto que serpentea hacia el corazón urbano de Huaraz. Sí, hay que saber caer o al menos intentarlo, sobre todo cuando el entusiasmo aventurero se desborda y arrasa con las timoratas razones del sentido común, acallando de paso a la voz de tu conciencia que, con gritos destemplados, pretende hacerte recordar que siempre fuiste un ciclista medroso y asustadizo, con escasos méritos, con memorables caídas en acequias y charcos de barro. No la escuchas y ya estás en Punta Callán (4,200 m.s.n.m.), contemplando los

El taller de Rolando

Lejos del centro con sus emblemáticas casonas de sillar. Cerca a un estadio y una posta médica que más de un taxista no conocen ni de a oídas. A unas cuantas cuadras del mercado de un barrio popular y periférico, en el que no hay campiñas sosegadas y la ciudad deja de ser monumental para convertirse en un animado enjambre de casas a punto de terminarse o a medio construir. En un espacio urbanizado por la asociación de vivienda Santa Mónica del distrito de Jacobo Hunter, al que se arriba preguntando y averiguando por una posta de nombre patriótico que evoca a una de las tantas batallas sin victorias de la Guerra del Pacífico. Allí, en el Alto de la Alianza, un lugar que los sociólogos y otros investigadores no dudarían de calificar como una zona emergente, vive y crea un artesano premiado y reconocido por el mismísimo concejo provincial de Arequipa. Sí, a un par de cuadras de la ya mencionada posta, en una calle sin nombre en el que los lotes y las viviendas se iden

A mí con papeletas

Donde el autor, valiéndose del estreno de las papeletas para los peatones, recuerda un suceso ocurrido en un lugar de Lima hace algunas semanas... o ¿fueron meses? En una esquina en la que no escasean los peligros y en la que delincuentes y facinerosos de todas las edades hacen de las suyas a punta de chaveta, pico de botella, punzantes verduguillos y hasta con míseras hojitas de afeitar, porque todo vale, todo sirve a la hora de amedrentar a cualquier transeúnte desprevenido que ni se imagina que ya perdió. Sí, en ese lugar de Lima la gris, donde maleantes de toda laya se perfeccionan en su oficio con indignante conchudez, un muchachón que alguna vez fuera tildado de oscuro personaje en un diario de circulación nacional -que jamás se digno a rectificar su error, haciendo oídos sordos de los encendidos e incendiarios pedidos del agraviado- se aprestaba a cruzar la pista cívica y civilizadamente por una esquina con semáforo y policía de tránsito. A su lado, una agraciada señorit