Foto referencial: Rolly Valdivia Chávez |
Por: Rolly Valdivia Chávez
Siempre en el mismo lugar, en esa curvita apenas transitada que moría en una avenida de ida y vuelta. Allí aparecía de tarde en tarde, de improviso y a traición, ladrando, mordiendo el aire, mostrando sus dientes enormes, filosos, amenazantes, a ese escolar atribulado que arrojaba sus cuadernos y libros para echarse a correr.
Corría para escapar, corría para salvarse
Cuántas veces se libró de las dentelladas de ese perro bravo que se escondía y camuflaba con perfección camaleónica, para asomar implacable justo en el momento en el que su víctima predilecta –o, tal vez, su única víctima- se desprendía de su paso dubitativo y sigiloso, creyendo ingenuamente que el animal no se cruzaría en su camino.
Jamás descubrió el escondite de ese espécimen sin raza ni pedigrí, el primero de los muchos que atormentaron a ese alumno de la 1100 y del Diego Ferré, de los tantos que le ladraron a ese aprendiz de periodista que garabateaba sus primeros textos en San Marcos, de los incontables que le han mostrado sus dientes en costa, sierra y selva a ese cronista que se convirtió en viajero.
Asustarse y correr. Asustarse y cambiar de vereda. Asustarse y no poder escapar
Miedo, angustia y resignación para soportar las bravuconadas de los callejeros enjutos y los falderos con ropita de boutique, de los pastores chascosos que lo confunden con un bandolero y hasta de los perros del serenazgo y la policía que siempre lo miran feo.
Le gruñen como si fuera un delincuente
Quizás ese mastín de barrio clase mediero, ese chusco astuto y ladino que en estos tiempos políticamente correctos sería calificado como de raza mestiza, le echó una especie de maldición que lo condenaría a ser acosado en casi cualquier lugar, situación y circunstancia por los nobles cuadrúpedos que alegran la vida de los hombres con su fidelidad infinita y sus requiebres de cola.
Y si bien el supuesto conjuro conoce de excepciones, lo ocurrido hace tan solo unas semanas en la ruta Olleros-Chavín de Huántar (Áncash), pareció confirmar su plena y absoluta vigencia. Solo así se explica que aquella jauría que custodiaba una estancia precaria, rústica, techada con ichu, lo rodeara a él, justo a él, únicamente a él en la primera jornada de su itinerario aventurero.
Calixto, el guía, arriero, cocinero y constructor de campamentos, salió bien librado. Ni un mísero guau le profirieron aquellos guardianes peludos como ovejas sin esquilar. Y eso que iba bien campante y orondo montando a Nene, su caballo, que de joven solo tenía el nombre. El pobre equino ya está a punto del retiro y la jubilación.
Completaban el séquito dos mulas bien cargadas y prestadas -según reveló el imperturbable Calixto- que tampoco despertaron la ira perruna. Silencio y tranquilidad. La situación se encendió con el bípedo que se acercaría después. A él lo atolondraron con ladridos estruendosos, haciéndole recordar las tribulaciones que vivió en la curvita de su infancia.
Pero ya no era un escolar que se dirigía al paradero para viajar apachurrado o colgado en la Callao 2 Fiori, era un viajero un poquito avejentado que se aprestaba a superar las empinadas sinuosidades del sendero que lo llevaría al paso de Yanashallash (4700 m.s.n.m.), el punto más alto de su aventura pedestre entre nevados, pampas y quebradas.
También entre cinco o seis perros combativos que le impedían dar un paso más. Ni a la derecha ni la izquierda. Ni adelante ni para atrás. Solo giraba como un trompo para evitar cualquier ataque por la retaguardia, mientras sacudía sus bastones de caminante con una destreza que despertaría la envidia de cualquier maestro de las artes marciales.
Lo malo es que esos bastonazos no servían para espantar a la jauría que persistía en enseñarle sus colmillos, ante la completa indiferencia de Calixto, quien no mostraba interés alguno por rescatar a su pasajero, al borde del chucaque y el patatús por la persistencia de sus contrincantes que lo superaban en número y en condiciones físicas.
A ellos no les afectaba la altura
Sería derrotado. Lo sabía. Lo sentía. Era cuestión de tiempo para que dejara de defenderse y recibiera la primera mordida, esa que nunca sintió en la curvita, cuando era un escolar que empezaba a ser perseguido y acosado por perros grandes y chicos, de la ciudad y el campo, vagabundos impenitentes o hogareños con amos confiados que jamás detienen las arremetidas de sus engreídos.
"Joven, siga nomás, es bien mansito"
Eso sí, nunca antes le habían increpado por hacer tanto escándalo. "Por gusto es, más los asusta con sus palos y sus vueltas", le dijeron luego del milagroso y salvador 'tranquilos' y 'váyanse'.
¡Santo remedio!
Así los controló la propietaria de la estancia, ante la sorpresa de la víctima potencial que debió perder su elocuencia por el susto, ya que en vez de responder con palabras bien sazonadas y un frondoso verbo florido, solo espetó un lacónico y ridículo: "no sabía, pues".
Nada más conversó con aquella señora que demoró demasiado en salvarlo. Lo hizo con desgano, hay que decirlo, dando la impresión de que no le hubiera molestado demasiado que sus cancerberos se dieran un gustito con ese viajero que ya se alejaba a paso ligero, como si estuviera en una orilla playera y no en un territorio ondulado a más de 4000 m.s.n.m.
Rapidito se marchó para subir varias cuestas y no a la Callao 2 Fiori. Eso es pasado. Eso es de la época del perro chusco y sin pedigrí que inició la supuesta maldición revelada en esta rabiosa historia, con muchos canes que no aguantan pulgas, al menos cuando se aproxima ese escolar, ese universitario, ese cronista que continúa corriendo para escapar.
Corriendo para salvarse
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