No es la primera vez que estoy en Pisac y Ollantaytambo, pero extrañamente siento que nunca antes he estado frente a sus prodigiosos andenes, sus colosales recientos de piedra, sus extenuantes escaleras.
Es extraño, pero tengo la impresión que mis pasos me llevan por caminos nuevos y que mi vista se regocija ante panoramas aún desconocidos; entonces, nace la misma emoción, la misma energía revitalizadora que apareció en mi visita precursora al valle Sagrado de los Incas, cuando mis sueños de ser un periodista viajero estaban a punto de hacerse realidad.
Varios años han pasado desde aquella travesía, pero en este retorno extrañamente ataviado de primera vez, me acompaña una sensación de descubrimiento mientras asciendo por escaleritas casi infinitas o me pierdo con deleite por las calles estrechamente empedradas.
Camino sin prisas, lejos del bullir de los grupos de turistas que oyen las explicaciones mil veces repetidos por los guías. Ahora no busco detalles históricos ni pretendo interpretar el pasado.
Sólo tengo ganas de andar sin prestarle atención a las nubes ennegrecidas con sus amenazas de tormenta. De visitar con calma los magníficos recintos incaicos y de contemplar con respeto las montañas tutelares o el devenir torrentoso del río.
Y las horas pasaron sin que me diera cuenta. Se acercan las sombras. Gotas efímeras humedecn la tierra andina y acompañan mi adiós a Pisac y Ollantaytambo, dos pueblos, dos complejos arqueológicos que he visitado varias veces pero que, por una extraña razón, sentí que recién los conocía.
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