Detrás de los muros zigzagueantes de Sala Punku, uno de los complejos arqueológicos del santuario histórico de Machu Picchu, aparecen como una contradicción los vagones del tren que se dirige a Aguas Calientes.
Su estridente paso quiebra el silencio, rompe la atmósfera que induce a la serena contemplación del legado incaico y de la inspiradora belleza de un valle sagrado.
Resistido por muchos, defendidos por otros, el tren es el principal medio de transporte para los turistas que visitan Machu Picchu.
En los últimos años, la frecuencias se han incrementado y, en los próximos meses, es bastante probable que una empresa más empiece a operar en la línea férrea.
Esta situación, más allá de lo comercial, debería llevarnos a pensar en los daños ambientales que el aumento del tráfico ferroviario podría ocasionar en la flora y fauna del santuario, espacio que se debe proteger no sólo por su riqueza natural, sino por sus monumentales complejos de piedra.
Explorando estuvo en la zona, recorriendo durante tres días varios tramos de camino inca que culebrean centenarios entre el kilómetro 82 y 88 de la línea férrea.
Así llegamos a Sala Punku, que habría sido una puerta de control para los viajantes que, en la época prehispánica, unían con la persistencia de sus pasos, la distancia que separa Machu Picchu y el Cusco.
Ahora no hay controles. Sólo varios obreros que trabajan en la restauración y, claro, ese tren querido y odiado que todos los días va y viene, se acerca o entromete, por las antiguas rutas de los Hijos del Sol.
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