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Relajo de diciembre

Donde el autor se revela contra las crónicas de viaje y, vaya uno a saber por qué, se manda con una larga añoranza sobra las raíces del espíritu de vagancia que lo embarga en diciembre...

Nunca he tenido ganas de hacer grandes cosas en diciembre. Me pasa desde el colegio, donde el aroma a las vacaciones próximas era una abierta invitación al relajo, avalada por los salvadores 42 puntos que convertían a los exámenes del cuarto trimestre en pura rutina porque levantar mi promedio o buscar un inédito diploma, no eran parte de mis planes de escolar mediocre.

Como los equipos chicos en el fútbol, mi único objetivo en las aulas era el de salvar la categoría, para jugar las últimas fechas con absoluta tranquilidad, sin sentir el acoso del fantasma de la baja. Libre de él, carecía de sentido tener el cuaderno al día, hacer las tareas y asignaciones con excesiva pulcritud o estudiar hasta el desvelo para los exámenes finales.

Aquellos trajines eran para los chancones impenitentes o los alumnos angustiados que, a última hora, querían salvar el año a como diera lugar: por las buenas o malas, quemándose las pestañas o tentando al profesor con una canastita o un panetoncito que nunca cae mal.

Eso sí, tampoco era cuestión de perder por goleada. Debía de salvar mi reputación de alumno “vago pero no bruto”, con calificaciones más o menos decorosas. Además, si coloreaba mi libreta con hartos rojos, podía poner en riesgo el descanso vacacional. Mis padres no comprenderían mi filosofía de equipo chico y, muy probablemente, me obligarían a estudiar en el verano.

Por esa sencilla razón, tenía que evitar que los rojos proliferaran. A lo mucho uno en matemáticas, química o cualquiera de esas ciencias de las que no entendía ni michi y en las que me era imposible florear.


Nunca me llevé bien con los números, los teoremas y las fórmulas. Los detestaba más que al uniforme plomo, las formaciones de los lunes o las tortuosas ceremonias del calendario cívico.

A pesar de mis complicaciones con las ciencias,
mis diciembres fueron una pichanguita hasta la aparición de la quinta nota, alevoso cambio en las reglas de la educación pública, que puso al borde del infarto a miles de escolares a lo largo y ancho del territorio nacional”, como decía por aquel entonces Luis Izusqui, en sus narraciones madrugadoras de las épicas hazañas del vóley peruano.

Como suele suceder con las normas sacadas bajo la manga, nadie sabía muy bien qué diablos era la temida quinta nota. Los rumores corrían en los patios y en las aulas, creando incertidumbre y pánico entre el alumnado del CNV Diego Ferré de Jesús María, incluyendo al poco brillante chato Valdivia, el alias colegial de este escriba.

Se decía de todo un poco. Si jalan ese examen se van derechito a marzo, anunciaban los profesores más alarmistas. Esa nota vale el doble, decían otros con cautela. Tendrán que estudiar todo el cuaderno, aunque no sé para qué, ustedes igual nunca lograrán nada o algo parecido "rebuznaba" la profesora de inglés, célebre por sus faldas cortitas que causaban alboroto entre la muchachada.

Quizás como venganza a esas miradas procaces y precoces, ella dedicaba gran parte de sus clases a profetizar nuestro fracaso en la vida. Y es que en su opinión, el 99 por ciento de los “diegoferrinos” éramos unos perdidos incorregibles con vocación de pandilleros, no como los compañeros de su hijo en el San Agustín, todos tan seriecitos y estudiosos.

Por andar de pitonisa siempre dejaba de dictar su clase. Tanto así que en los cuatro años que la tuve como profesora, jamás pasó del verbo to be. En el colmo del desparpajo, en sus aburridas disertaciones siempre
se quejaba de la pésima calidad de los colegios estatales, como si ella no fuera parte del problema, como si ella no estuviera ahí para enseñarños, no para decirnos que teníamos pinta de prometedores delincuentes.

Quizas hubiera sido valioso que alguna vez enseñara algo más que sus piernas y el verbo to be. Pero nunca lo hizo. Eso sí, su desidia facilitaba el examen de inglés en la quinta nota, aquella funesta invención del primer gobierno de Alan García que, durante un par de años, estropearía mi plácido diciembre.

Felizmente, los rumores más grises acerca de esta norma lesiva para el interés estudiantil, jamás se confirmarían. La temida evaluación no anularía el resultado de los bimestres anteriores, más bien se promediarían, es decir, en vez de los benditos 42 puntos era necesario sumar 53.

Lo grave era que las preguntas podrían abarcar cualquier tema tratado durante el año, desde la clase inaugural hasta la última lección, por lo que si salías mal en las pruebas, quedaría la imagen de que no habías aprendido nada durante los cuatro bimestres.

Eso sí que me generaría un rochesazo en la casa, por más que pasara de año de forma invicta; entonces, solo me quedaba estudiar para refrescar los datos principales que pudieran sustentar un buen chamullo en los cursos de letras. Lo realmente complicado sería recordar todo lo olvidado en las ciencias.

Ahora, que han pasado más de dos décadas desde que salí del colegio, no recuerdo exactamente cuántas veces me sometí a la también llamada evaluación complementaria. De lo que si estoy seguro es que, increíblemente, aprobé todas las de ciencia y, como la vida siempre te da sorpresas, me aplazarían de manera inexplicable en Historia Universal, con un penoso 10.

Más allá de los promedios , la quinta nota no lograría quitarme las ganas de vagar en diciembre. Estas perduran hasta hoy, tal como lo demuestra esta entrada que quise publicar hace unas semanas, pero que recién terminó hoy, domingo 3 de enero. Es una suerte que en los trabajos no haya una evaluación complementaria que estropee mis planes de relajo.

Comentarios

Anónimo dijo…
Divertido leer este post, aunque no contastes nada nuevo para la gente que te conoce, ...super vagazo. Saludos. Nila
¿Super vagazo?... qué barbaridad. Creo que te has equivocado y has querido escribir: super trabajador.

Saludos,

r.v.ch.
Muy bueno! me gustó el paralelismo del cuadro chico y el fantasma del descenso... me encantó! saludos desde Uruguay
De algo sirvió ser futbolero y más en un país como el Perú, donde siempre estamos con la calculadora en la mano, para ver si clasificamos a algo alguna vez.
Saludos,
r.v.ch.

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