Hoy no llueve, sólo hace calor, mucho calor, cerca de 40 grados me comenta azorada la dependiente de una tienda. Me parece que exagera, aunque quien soy yo para contradecirla. Ella está en su tierra, en su ciudad, conoce sus agobios y sus diluvios; yo no sé nada o sé muy poco, recién estoy aprendiendo o recordando lo que viví en mis anteriores visitas a Puerto Maldonado, siempre más cortas, siempre insuficientes.
Así que por lo que a mí respecta, el calor llega a los 40 grados. Total, qué importa si es uno más o un par menos. Igual la ciudad parece un horno, aunque pasado el mediodía el cielo se encapotó y nubes amenazantes coparon el cielo hasta entonces diáfano, claro, celestísimo. Se viene la tormenta, pensé y aceleré el paso y busque refugió en el hotel. Se escucharon truenos portentosos.
Falsa alarma. Me equivoqué. Soy un fracaso como meteorólogo. No llovió, no cayó ni una gota y el sol reapareció brillante y fastidioso, bañando con su luz las casas de madera de la avenida León Velarde, el extraño y surrealista árbol de cemento conocido como el Mirador de la Biodiversidad, las canoas dormidas del puerto de la Capitanía, las "chatas" que cruzan el río Madre de Dios, con las maquinarias que abrirán una ruta bioceánica y con los vehículos que se dirigen hacia Iñapari, el último pueblo del Perú.
Salgo de mi refugio. Otra vez a la ciudad y sus calles y el zumbido de sus motos. Otra vez la plaza de Armas, tranquila, amplia, con su glorieta algo maltrecha, otra vez explorando Puerto Maldonado, buscando sombras en los aleros de sus casas antiguas, refrescándome con cremolada de carambola y cocona; y, sintiendo siempre, que todo es inútil, que nada doblega a ese calor aniquilante.
Hay que aguantar nomás, como lo hacen todos. Igual, mañana hará calor, quizás más, tal vez un poco menos, no lo sé. Tal vez debería preguntárselo a la dependiente de la tienda. Ella debe saberlo; ella, con sus sonrisas, podría aumentar la temperatura. Y no hay que ser un meteorólogo para saberlo.
Así que por lo que a mí respecta, el calor llega a los 40 grados. Total, qué importa si es uno más o un par menos. Igual la ciudad parece un horno, aunque pasado el mediodía el cielo se encapotó y nubes amenazantes coparon el cielo hasta entonces diáfano, claro, celestísimo. Se viene la tormenta, pensé y aceleré el paso y busque refugió en el hotel. Se escucharon truenos portentosos.
Falsa alarma. Me equivoqué. Soy un fracaso como meteorólogo. No llovió, no cayó ni una gota y el sol reapareció brillante y fastidioso, bañando con su luz las casas de madera de la avenida León Velarde, el extraño y surrealista árbol de cemento conocido como el Mirador de la Biodiversidad, las canoas dormidas del puerto de la Capitanía, las "chatas" que cruzan el río Madre de Dios, con las maquinarias que abrirán una ruta bioceánica y con los vehículos que se dirigen hacia Iñapari, el último pueblo del Perú.
Salgo de mi refugio. Otra vez a la ciudad y sus calles y el zumbido de sus motos. Otra vez la plaza de Armas, tranquila, amplia, con su glorieta algo maltrecha, otra vez explorando Puerto Maldonado, buscando sombras en los aleros de sus casas antiguas, refrescándome con cremolada de carambola y cocona; y, sintiendo siempre, que todo es inútil, que nada doblega a ese calor aniquilante.
Hay que aguantar nomás, como lo hacen todos. Igual, mañana hará calor, quizás más, tal vez un poco menos, no lo sé. Tal vez debería preguntárselo a la dependiente de la tienda. Ella debe saberlo; ella, con sus sonrisas, podría aumentar la temperatura. Y no hay que ser un meteorólogo para saberlo.
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