Donde
el autor, al momento de salir de excursión hacia la catarata de Huanano
(San Jerónimo de Surco, Huarochirí) con los participantes del taller Viajar para escribir, reflexiona e intenta explicar por qué no es un fanático de las salidas domingueras ni de los voy y vuelvo viajeros.
No me gustan las excursiones de un día. Esas en las que el viajero
despierta a una hora infame y se echa andar a paso de zombi por las calles
vacías. La situación empeora si la salida es el domingo, jornada que debe
consagrarse al descanso y la meditación. Eso es lo que ordena el Todopoderoso
y, si bien no tengo actitudes de beato ni vocación de santo, en este punto soy
más riguroso que el mismísimo Creador.
En mi modesto parecer,
cualquier actividad dominical debería considerarse como pecado mortal. Pero
quién soy yo para darle consejos al de arriba, es más, quién soy yo para
atreverme a aconsejar a los que andan aquí abajo, digamos en una coaster en la
que no escasean los borrachitos insomnes y los trabajadores ojerosos que, entre
bostezos, miran con cierto desdén o envidia a los achispados jaranistas.
Sé que mi planteamiento
puede sonar contradictorio. Soy un periodista viajero y dada mi condición no es
descabellado colegir que soy un afanoso de las andanzas por las cercanías
urbanas. Es no es cierto. Desconozco mayormente casi todas las cataratas,
nevados, quebradas, pueblos y valles de la región Lima Provincias. Sí, lo
admito, lo acepto con mucho pesar y hasta con cierto propósito de enmienda.
Los pregones del cobrador
y los alaridos radiales, casi siempre cumbiamberos o reguetoneros que se
imponen en las charcherosas unidades del transporte público, son la banda
sonora de esta escena. Pero eso no es todo, si uno es mala suerte, es posible
que, a pesar de la hora, suba a la volada algún vendedor de productos golosinarios o un exconvicto redimido
que ofrece cualquier cosa al precio ganga de un Nuevo Sol.
El producto no importa
demasiado cuando el ofertante exhibe atrevidamente sus “chuzos”, cuenta varias
de sus hazañas delictivas y explica que ya no quiere asaltarnos en una esquina.
A buen entendedor, pocas palabras. A sacar el solcito o a pedirle a la
virgencita de confianza que nuestros pasos no coincidan jamás con los del
bisoño comerciante, menos en una esquina solitaria y penumbrosa.
Sé que podría salir perjudicado de ese encuentro, como sé, además, que al menos intentaría hacer la lucha. Eso sí, si en la mecha no me va muy bien, no tendría vergüenza de salir
corriendo como alma que lleva el diablo, o, mejor dicho, como alma que escapa
del choro. Así que esa no es la razón que me mantiene alejado o ajeno a las
excursiones de ida y vuelta.
Mis razones son otras y
las comencé a plantear en el primer párrafo, aunque en el segundo terminé
yéndome por la tangente con esa historia de las coaster y sus alegres
borrachines descarados que ahora proponían las del estribo y tentadoras incursiones hacia
humeantes carpas de caldo de gallina o carretillas especializadas en la
preparación de cebiches levantamuertos.
No, eso no. Prohibido
cambiar de rumbo. Voy a una caminata dominguera por más que no me gusten las
salidas de una sola jornada. Son muy cortas, rápidas, contra el reloj. Uno como
que se queda con las ganas de seguir explorando y, de yapa, termina con un
tremendo agotamiento y el lunes amenaza y hay que trabajar o, al menos, hacer
la finta de manera convincente.
Y es que mi renuencia al
ida y vuelta, y mi idea de que lo cercano lo puedo visitar en cualquier
momento, cuando sea urgente y necesario, han conspirado en mi contra
impidiéndome descubrir tantos lugares, cortándome la posibilidad de recorrer muchos
caminos y de atesorar infinidad de vivencias y recuerdos, de esos que solo se
encuentran en las rutas andariegas.
Intentaré cambiar. Quizás
lo logre. Tal vez no. Por ahora, sigue sin cuadrarme eso de madrugar y salir a
la calle hecho un muerto viviente. Tampoco me entusiasma retornar molido y
pensando en las labores o en las fintas del día siguiente. No me queda otra que
luchar contra mis ansias de sueño, mi flojera de fin de semana y hasta con el
mandato divino que ordena descansar al sétimo día.
Si mis ganas de explorar
terminan por imponerse, sumaré con resignación un pecado más en mi lista. Ya
son muchos. Necesitaré tremendo abogado en el juicio final. Eso lo veré en su
debido momento. Por ahora, no sé si ganará la pereza o la aventura. Ustedes qué
creen. Le van al descanso desenfadado o al trajín rutero. Se aceptan apuestan.
También cebiches y caldos de gallina.
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