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Los disfraces del viajero

Con o sin Halloween, el Perú es una tierra de disfraces. Foto refencial: San Antonio de Tuna, Lima.

Al ver a tantos niños disfrazados en las calles de su ciudad, el autor desempolva sus recuerdos para escribir sobre su experiencia como rabanito y ranger, en un tiempo en el que el Halloween era una fiesta distante y ajena.

Solo dos veces me he disfrazado en mi vida, aunque -siendo estricto- la primera fue más bien una caracterización de rabanito para una brevísima obra de teatro en el jardín Perú

El disfraz lo hizo mi madre con esa magia que lograba convertir cualquier material en una obra de arte, cualidad que me salvaría de varios rojos en mi época de colegial. Y es que los profesores exigían, de un día para el otro, la confección de manualidades que pondrían en apuros a las ya desaparecidas Utilísimas.


Pero mi madre era una capa. Lástima nomás que no heredé ni una pizca de su habilidad en esos menesteres. Todo lo contrario, soy un completo fracaso cortando, pegando, armando cosas y hasta envolviendo regalos. Felizmente no hago muchos y no precisamente por una profunda devoción a la Virgen del Puño, como murmullan los malintencionados que jamás escasean.

Como tampoco escasearon los vegetales en el patio del jardín Perú, en aquella jornada en la que me lucí como rabanito. Valiente, concentrado y metido en el personaje, no me moví ni un centímetro cuando se acercó el agricultor con ganas de cosecharme y convertirme en ensalada. Aplausos para mí.

Años después, me disfrazaría por segunda vez en la 1100, la escuelita fiscal del barrio en el que nací, como en la décima de Nicomedes Santa Cruz; o, la escuela numerada donde me enseñaron humildad y resignación, si lo digo cantando como Jorge González de Los Prisioneros.

Más allá de las décimas y las canciones, debo aclarar que mi decisión de disfrazarme no tuvo la intención de 'gorrearles' caramelos y dulces a los vecinos y bodegueros del barrio. Eso no se hacía en mi infancia.
En aquellos tiempos, el Halloween era una rareza, una celebración distante y ajena; una gringada que se veía en blanco y negro en el televisor a tubos de la sala, aparato antidiluviano que demoraba 'años' en encender.

No, no me trajeé de la muerte ni de asesino serial: me disfracé de soldado, de combatiente, de ranger, entonces, me puse un uniforme camuflado, me armé con una metralleta de juguete que no era de plástico sino de metal, y protegí mi tutuma del fuego enemigo con un casco que parecía una maceta, por culpa de esas ramas que habrían sido necesarias en una lucha en el bosque, pero jamás en el desierto costero.

Así, convertido en soldado, desfilé por las calles de Jesús María. Eran las Fiestas Patrias y el país había vuelto a la democracia. Belaunde gobernaba y, después de muchos años, no todos los juguetes eran buenos con B de Basa.
Luego de esa jornada de pasos redoblados, abandonaría para siempre los disfraces, aunque a veces pienso que el último disfraz me lo puse en diciembre de 2000. Me quedó tan bien que hasta ahora lo traigo. Por eso sigo en mi ruta de periodista-viajero.

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