En el bar de los recuerdos
Un hombre de barba blanca, dormita sobre la silla rechinante y probablemente apolillada de un vetusto bar. En su regazo, un gato escuálido se arrellana, ronronea, afila las uñas en el gastado pantalón.
Unos metros detrás, la pintura de una "bailaora" -de cimbreantes y sensuales movimientos- parece coquetear con el puñado de parroquianos que devoran una fuente de choritos a la chalaca y piden un par de "cervecitas", para refrescar la tarde.
"Ya nada es como antes", despierta, rezonga, se entromete en una conversación imaginaria el hombre de la barba blanca, que da la espalda a la casi centenaria y emblemática "bailadora" del bar Rovira, uno de los más antiguos del Callao.
Estantes vacíos, desportillados, a punto de venirse a bajo..."no tenemos dinero para restaurarlo", se lamenta, apretando los puños, uno de los descendientes de don Miguel Rovira Valle, el emprendedor ciudadano español que hace 93 años, tuvo la idea de fundar el bar.
El gato se yergue, observa con desconfianza a los intrusos que rompen la rutina del Rovira, con su perpetuo aserrín en el piso, sus mesas de madera y fórmica roja, sus tabiques perforados con siluetas de mujer y la infaltable presencia de Luis Omar Sasco, el hombre de las barbas blancas, que llegó al Callao hace 50 años.
"Es Uruguayo. Tiene 78 años y vive en los altos del local. Siempre nos acompaña", revela José Rovira, administrador, mozo y relator entusiasta de la vida, pasión y gloria del antiquísimo bar... "mire, está es la foto del fundador -enseña con orgullo- y ésta, es del día en que el ex presidente Alan García, se dio una vueltecita por acá".
Pejerreyes arrebozados, chicharrón de pescado, ceviche y jalea, son algunas de las especialidades de este bar restaurante que se resiste a ser abatido por el tiempo, como ocurrió con el Salón Blanco, la Casa España o el Chalaquito, terribles competidores en las décadas pasadas.
Recuerdos de palabras espaciadas. El uruguayo se irrita y golpea el piso de cemento con su bastón, mientras retrata las calles angostas y las casas de grandes balcones que parecían 'pecharse' entre sí, de ese afligido corazón porteño que está a punto de infartarse y de perderse del todo, por el peso de los años.
"Uno sabe dónde ha nacido, pero no puede decir donde va a morir", filósofa el uruguayo, que encontró el amor en el Callao y desde entonces, ancló su vida en este puerto. "Lo malo es que ahora hay muchos 'choros" en las calles", sentencia al partir. Su bastón retorcido abre surcos en la alfombra de aserrín.
Pan con pejerrey
"Ya nada es como antes". La frase es la misma, pero el escenario es distinto. El bar Rovira se ha convertido en un "Galeón", donde merodea un Conde de ojos vidriosos y un descendiente de italiano, llamado Dante Migliore, prepara panes con pejerrey arrebozados y huevera frita.
"A casi todos mis clientes ya los ha llamado San Pedro", dice irónicamente resignado, el señor Migliore (69), fundador del Galeón, un célebre bar restaurante del distrito de La Punta, afamado por sus emparedados de huevera y pejerrey cubiertos con salsa criolla.
Más que un bar o restaurante, el lugar parece un club social donde viejos amigos conversan, bromean, juegan a las cartas, mientras esperan a los clientes "que cada vez son menos. La situación está difícil".
El "Conde" Piaggio -compañero entrañable en las largas travesías del Galeón- confirma la opinión de su amigo y, al hacerlo, se arregla el pañuelo que le rodea el cuello y repite esa sonrisa de galán que estrenó la primera vez que pisó el Callao, tras desembarcar del navío que lo trajo de Valparaíso.
Olor a humedad en las calles porteñas. La "bailaora" del Rovira sigue coqueteando con los parroquianos, mientras el Conde de La Punta, festeja su golpe de suerte en las cartas y estrena una nueva sonrisa. (Rolly Valdivia Chávez. Publicado en el Diario El Peruano).
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