Donde el autor, quizás por falta de mejores ideas, narra los pormenores de una noche de obligado insomnio en su última travesía del año. Sería un viaje largo y tortuoso. No tanto por las condiciones del camino, tampoco por las dudosas comodidades del bus, sino, más bien, por culpa del azar, la casualidad y la mala fortuna, por qué como podía imaginar, prever o sospechar siquiera, que el asiento número tres sería ocupado por un tipo enorme con dimensiones de ropero antiguo. Y el gigante se acerca y se sienta y se desborda. Su cuerpo trasciende al asiento cuatro, ocupado por este humilde y chaparro servidor que, ante la invasión de su espacio vital, espera al menos una palabra o sonrisa a manera de excusa o un estratégico reacomodo o retirada de los rollos intrusos. Pero no ocurre ni lo uno ni lo otro. ¡Qué lástima!, el ropero me obligaba a utilizar medidas extremas, a ponerme bravo, a hacerme respetar por las buenas o por las malas, caray, o acaso creía que me había amedrentado con su ...