Señores pasajeros, en breves minutos ofreceremos nuestro servicio de cena. Por favor, coloqué sus asientos en posición vertical y recuerde que el uso de los servicios higiénicos quedará temporalmente suspendido…
Anuncio esperado, palabras benditas, frases salvadoras cuando uno lleva horas de horas viajando sin probar siquiera una hamburguesa de carretilla, una fritanguita donde los agachaditos o un festivo siete colores made in mercado.
Nada de nada, señor, ni un chancay de a medio, ni un caramelo monterrico, tampoco ese toffee solitario con el que alguna vez endulcé de soledad –para sorpresa y horror de mis padres- la “loncherota” que llevaba al patriótico jardín Perú.
Esos eran otros tiempos. Hace décadas que me gradué sin honores del jardín de niños. Así que mejor me olvido del toffee y espero con ansias e ilusión el “servicio de cena” que ya está por llegar, que ya se acerca en las manos –ahora sublimes, ahora provocativas- de una terramoza apretadita y sonriente. Al fin. Al ataque. Buen provecho.
Ni mucho ni poco. Ni frugal ni opíparo. Ni rico ni feo… digamos que se deja comer y cuando el hambre aprieta, no hay que andarse con exquisiteces ni refinamientos. Todo es bienvenido con tal de silenciar al estómago y de espantar la modorra del cuerpo, abatido por esa premura viajera que te lleva a obviar el desayuno y el almuerzo, con la intención de ganarle horas al reloj y arribar cuanto antes al destino final.
Entrada, plato o taper o caja de fondo y postre. Un verdadero banquete en comparación al paquete de galletas de soda y el vaso de gaseosa que alguna vez me sirvieron volviendo de Arequipa. Y si bien he olvidado el nombre de la empresa –será un efecto de la inanición- me acuerdo claramente de la angustia que me atormentó durante más de 12 horas.
Aquel día me moría de hambre y no podía creer que eso fuera todo y le pedí explicaciones al asistente del chofer y me respondió que qué más quería y le contesté algo que no debió ser muy educado ni muy decoroso, porque el señor con el que compartía el asiento, salió disparado con cara de susto y gesto de “ay, la juventud está perdida”.
A decir verdad, mi compañero hacía buen rato que buscaba la ocasión de escapar. No lo culpo y hasta lo entiendo, porque más allá de mi arrebato de hambriento, ese día andaba con una pinta de pirañita revejido o de faite caído en desgracia.
Esa era la consecuencia de un largo trayecto sin desayuno que comenzó en ¿Cabanaconde? o ¿Chivay? -bueno, en el Valle del Colca para evitarnos problemas- a bordo de una couster que dejaba ingresar con beneplácito el polvo del camino. En aquel entonces –esta historia se remonta al milenio pasado- la vía que une el Colca con Arequipa era muchísimo peor que ahora.
Cerca de las tres de la tarde llegué a la “Ciudad Blanca”. Ni bien pisé el terminal, comencé a buscar un bus que saliera hacia Lima. Me urgía volver. El viaje se había alargado más de lo previsto y en la redacción en la que trabajaba, no sabían si ponerme de patitas en la calle o declararme mártir de periodismo.
Por el apuro obvié el almuerzo y me embarqué en el primer bus que encontré. Un bus con galletas y nada más que galletas. Dónde estaba el arroz con pollo, el lomito saltado, la milanesa con papas fritas y todas las delicias con las que soñé, después de comprar el boleto directo y con cena. Sí, cena, eso me dijeron.
De nada sirvieron mis reclamos. La noche fue una tortura de platillos imaginarios, una pesadilla de mesas servidas a las que no podía acercarme. Pero no todo fue tan malo, al menos tenía dos asientos para mí. Sólo para mí. (Continuará)
Anuncio esperado, palabras benditas, frases salvadoras cuando uno lleva horas de horas viajando sin probar siquiera una hamburguesa de carretilla, una fritanguita donde los agachaditos o un festivo siete colores made in mercado.
Nada de nada, señor, ni un chancay de a medio, ni un caramelo monterrico, tampoco ese toffee solitario con el que alguna vez endulcé de soledad –para sorpresa y horror de mis padres- la “loncherota” que llevaba al patriótico jardín Perú.
Esos eran otros tiempos. Hace décadas que me gradué sin honores del jardín de niños. Así que mejor me olvido del toffee y espero con ansias e ilusión el “servicio de cena” que ya está por llegar, que ya se acerca en las manos –ahora sublimes, ahora provocativas- de una terramoza apretadita y sonriente. Al fin. Al ataque. Buen provecho.
Ni mucho ni poco. Ni frugal ni opíparo. Ni rico ni feo… digamos que se deja comer y cuando el hambre aprieta, no hay que andarse con exquisiteces ni refinamientos. Todo es bienvenido con tal de silenciar al estómago y de espantar la modorra del cuerpo, abatido por esa premura viajera que te lleva a obviar el desayuno y el almuerzo, con la intención de ganarle horas al reloj y arribar cuanto antes al destino final.
Entrada, plato o taper o caja de fondo y postre. Un verdadero banquete en comparación al paquete de galletas de soda y el vaso de gaseosa que alguna vez me sirvieron volviendo de Arequipa. Y si bien he olvidado el nombre de la empresa –será un efecto de la inanición- me acuerdo claramente de la angustia que me atormentó durante más de 12 horas.
Aquel día me moría de hambre y no podía creer que eso fuera todo y le pedí explicaciones al asistente del chofer y me respondió que qué más quería y le contesté algo que no debió ser muy educado ni muy decoroso, porque el señor con el que compartía el asiento, salió disparado con cara de susto y gesto de “ay, la juventud está perdida”.
A decir verdad, mi compañero hacía buen rato que buscaba la ocasión de escapar. No lo culpo y hasta lo entiendo, porque más allá de mi arrebato de hambriento, ese día andaba con una pinta de pirañita revejido o de faite caído en desgracia.
Esa era la consecuencia de un largo trayecto sin desayuno que comenzó en ¿Cabanaconde? o ¿Chivay? -bueno, en el Valle del Colca para evitarnos problemas- a bordo de una couster que dejaba ingresar con beneplácito el polvo del camino. En aquel entonces –esta historia se remonta al milenio pasado- la vía que une el Colca con Arequipa era muchísimo peor que ahora.
Cerca de las tres de la tarde llegué a la “Ciudad Blanca”. Ni bien pisé el terminal, comencé a buscar un bus que saliera hacia Lima. Me urgía volver. El viaje se había alargado más de lo previsto y en la redacción en la que trabajaba, no sabían si ponerme de patitas en la calle o declararme mártir de periodismo.
Por el apuro obvié el almuerzo y me embarqué en el primer bus que encontré. Un bus con galletas y nada más que galletas. Dónde estaba el arroz con pollo, el lomito saltado, la milanesa con papas fritas y todas las delicias con las que soñé, después de comprar el boleto directo y con cena. Sí, cena, eso me dijeron.
De nada sirvieron mis reclamos. La noche fue una tortura de platillos imaginarios, una pesadilla de mesas servidas a las que no podía acercarme. Pero no todo fue tan malo, al menos tenía dos asientos para mí. Sólo para mí. (Continuará)
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