Dormiré en un cuarto de adobe que no logra exterminar al frío. Su piso es de madera y cruje al más leve movimiento. El techo es a dos aguas y varias calaminas horrorosas impiden el paso de una lluvia ruidosa que no llega a ser tormenta en Canchacucho, un puñado de casas frente al Santuario Nacional de Huayllay. Para enfrentar a la noche sólo cuento con un colchón, varios pellejos de cordero, un par de frazadas con tigres y mi siempre combativa –pero poco abrigadora- bolsa de dormir. Nada más que eso en un cuarto que estaría completamente vacío, si no fuera por aquel colchón y unos cuantos objetos arrumados de olvido en una esquina sombría, empolvada, con telas de araña. En esta habitación amplia y rechinante existen dos ventanas. A través de ella se ve el bosque sin árboles, pero con sus piedras enormes, raras, acaso de otro planeta. También observo la carretera de asfalto que conduce al pueblo de Huayllay, aún más alto, tal vez más frío que el mismísimo Canchacucho. Allí hay hoteles q...