En la mesa hay un cubilete, un mazo de cartas, un pomo de macerado de damasco y una copa servida. Sólo eso por el momento. Sólo eso mientras don Jacinto y su esposa y su hijo y uno que otro ayudante improvisado –y es que el hambre aprieta, señoras y señores- pelan, pican, combinan y sazonan un poquito de esto y una pizca de aquello.
Eso ocurre en la cocina. No en la mesa larga con su sencillo mantelito de plástico, donde la espera se adereza alzando copas, tirando dados, barajando cartas. Se juega y se brinda o se brinda sin jugar bajo la tibia sombra de una estera, mientras don Jacinto -agricultor, criador de camarones, mozo y cocinero- se pasea con el cuaderno escolar donde apunta los pedidos de sus clientes.
La carta no es muy amplia. Pocos platos. Mucho camarón, casi sólo camarón. La especialidad indiscutible de esa casa convertida en restaurante en Tumilaca (Mariscal Nieto, Moquegua), pero únicamente los fines de semana y los días feriados; entonces, se coloca un par de mesas en la entrada, se tiende el mantelito de plástico y se busca y se encuentra el cuaderno escolar, los casinos y hasta el cubilete.
El macerado de damasco ni se busca ni se encuentra. Don Jacinto sabe siempre donde está. Don Jacinto lo prepara y lo mezcla con pisco no aromático y almíbar. Después hay que tener paciencia: tres meses o seis, quizás un año, para que la fruta absorba el alcohol y se ponga bien borrachita o demasiado borrachita. Así se sube a la cabeza, te pica, te pone alegrón.
Y siguen repartiéndose las cartas. Se forman pares y escaleras en la mesa. Se juega y se espera allá afuera, siempre afuera, nunca adentro, en la cocina o al lado del fogón, donde se limpian los camarones, se sancochan las papas y se pone a punto el aderezo.
En medio de tanto azar y tanta sazón, don Jacinto va de un lado para el otro. De adentro para afuera, sacando tazones con ciruelas y peritas para picar, mostrando los diplomas que evidencian el éxito de sus platos en varios concursos locales y pidiendo paciencia porque ya ahorita sale el chupe, las tortillas, los chicharrones, también la papita sancochada, la sarza criolla y el ajicito rico, picante, casi obligatorio.
Eso ocurre en la cocina. No en la mesa larga con su sencillo mantelito de plástico, donde la espera se adereza alzando copas, tirando dados, barajando cartas. Se juega y se brinda o se brinda sin jugar bajo la tibia sombra de una estera, mientras don Jacinto -agricultor, criador de camarones, mozo y cocinero- se pasea con el cuaderno escolar donde apunta los pedidos de sus clientes.
La carta no es muy amplia. Pocos platos. Mucho camarón, casi sólo camarón. La especialidad indiscutible de esa casa convertida en restaurante en Tumilaca (Mariscal Nieto, Moquegua), pero únicamente los fines de semana y los días feriados; entonces, se coloca un par de mesas en la entrada, se tiende el mantelito de plástico y se busca y se encuentra el cuaderno escolar, los casinos y hasta el cubilete.
El macerado de damasco ni se busca ni se encuentra. Don Jacinto sabe siempre donde está. Don Jacinto lo prepara y lo mezcla con pisco no aromático y almíbar. Después hay que tener paciencia: tres meses o seis, quizás un año, para que la fruta absorba el alcohol y se ponga bien borrachita o demasiado borrachita. Así se sube a la cabeza, te pica, te pone alegrón.
Y siguen repartiéndose las cartas. Se forman pares y escaleras en la mesa. Se juega y se espera allá afuera, siempre afuera, nunca adentro, en la cocina o al lado del fogón, donde se limpian los camarones, se sancochan las papas y se pone a punto el aderezo.
En medio de tanto azar y tanta sazón, don Jacinto va de un lado para el otro. De adentro para afuera, sacando tazones con ciruelas y peritas para picar, mostrando los diplomas que evidencian el éxito de sus platos en varios concursos locales y pidiendo paciencia porque ya ahorita sale el chupe, las tortillas, los chicharrones, también la papita sancochada, la sarza criolla y el ajicito rico, picante, casi obligatorio.
Los platos no salen, tardan, se demoran. Y el juego se renueva una y otra vez. Lo mismo ocurre con las risas y la tarde se vuelve apacible, alegre, sabrosa, muy sabrosa porque de allá adentro, de la cocina, llegan los camarones frescos, tiernos, crujientes que mandan al olvido al cubilete y al mazo de cartas, pero no al macerado, tampoco a las cervecitas heladas.
Salud y buen provecho en Tumilaca, donde se juega y se come, donde se brinda y se engríe el paladar, donde don Jacinto va y viene de adentro para fuera con su cuadernito de escolar, con sus pomos de macerado, con sus camarones exuberantes y, a veces, hasta con los diplomas que demuestran que su casa –sencilla y acogedora- es un restaurante sólo los fines de semana y los días de fiesta.
Comentarios
Saludos!!
P.D. Coincido contigo, el macerado de duraznito estaba buenazo, mis amigas coinciden conmigo!!
r.v.ch.