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La huida del torero

Advertencia: los hechos relatados en esta historia son reales y ocurrieron en un pueblo de la sierra peruana hace varios años. El autor -vaya uno a saber porqué- ha preferido mantener en reserva el nombre de la localidad y de todos los personajes involucrados, incluyendo al astado que es uno de los protagonistas principales de esta historia.

Y salió corriendo. Sí, rapidito se fue, como alma que lleva el diablo se fue. En dos papazos trepó el muro y salto. Agilito era o sería el susto el que lo puso así porque detrás de él andaba medio pueblo. La gente echaba chispas. Quería agarrarlo y no para pasearlo en hombros. Ellos se morían de ganas por meterle una paliza de padre y señor mío.

La cosa se había puesto fea, como nunca antes en la fiesta. Bueno, también era la primera vez que venía un matador de la mismísima España. Eso le daba un gustito especial a la corrida y estábamos bien contentos. Sacando pecho y sonriendo de oreja a oreja esperábamos la llegada de los cargontes, las autoridades y de los invitados.

Ellos vinieron con banda de músicos, bailando y tomando chicha. Entraron al ruedo y le dieron la vuelta completita. Esa es la costumbre. Todos los años es igual, desde antes de que hubiera plaza, cuando las corridas se hacían cercando una calle. Bravo, era. Los toros se escapaban saltando. Uy, viera como se asustaba la gente. Salían embalados.

Desde que se hizo el coso la situación es distinta. Ya los toros no se escapan. Ahora solo huyen los toreros, bueno, no son toreros de verdad, solo aficionados entusiastas o borrachitos que se hacen los valientes o, lo que es peor, ni siquiera se dan cuenta de lo que están haciendo. Casi siempre los revuelcan pero ellos se pasan de tercos e insisten. Así nomás son las corridas en el pueblo.

Pero esta vez iba a ser distinto porque una paisana recién llegadita de los Estados Unidos, quiso demostrar su alegría por el retorno, contratando a un matador auténtico. Al fin la gente vería en vivo y en directo el arte de la tauromaquia. Por eso creció la expectativa. Todos queríamos que de una buena vez saliera el español e hiciera un faenón. Con eso les sacaríamos cachita a nuestros vecinos.

Lo bueno demora. Tuvimos que esperar un montón. Los toros, como siempre, se pusieron rebeldes. Es que no son animalitos de casta, son de la chacra. De allí los traemos y allá vuelven cuando termina la corrida. Ay, los pobrecitos se asustan, se desesperan, se ponen bravos con los gritos y la música de la banda. Varios comuneros tienen que jalarlos para hacerlos entrar.

En fin, lo de todos los años. Lo único nuevo era la expectativa por el “gringuito”. Ya va a salir, a qué hora entra, ya lo has visto, preguntaban por aquí y por allá. Más de uno alegraba la espera brindando con cerveza o caliche (calentito). Trago no falta en la celebración y a quién no le gusta empinar el codo. Lo malo es que a varios cabezas de pollo se les pasó la mano y, cuando llegó el gran momento, dormían como guagüitas.

Con hartos aplausos recibimos al torero que se paseó por el ruedo. En verdad el joven  tenía su estampa y su traje de luces era bien bonito, aunque -y no lo digo por rajón- su ropa le quedaba muy apretada. Se le veía rarito, pero igual a las chicas se le salían los ojos y por timidez nomás no lo piropeaban. 

Los chibolos sí que se pusieron saltones y de pura piconería comenzaron a silbarlo, pero se aburrieron rápido y dejaron de meter bulla. En el fondo también estaban ansiosos por ver la corrida.  Claro, era lógico. En ese momento nadie dudaba de su éxito. Sí, pues, nadie –ni el más pesimista- imaginó lo que iba a suceder después.

Al principio el espectáculo prometía. El españolito se defendía bien con el capote, ponía la rodilla en el piso, reclamaba teatralmente la ovación del público y se daba maña para atraer a un toro que parecía más interesado en volver a la chacra que en embestir. A pesar de eso, la corrida estaba linda. Nos ardían las manos de tanto aplaudir y, los más picaditos, lanzaban vivas en honor a la madre patria.

Y así, la fiesta se encaminó bien bonito a su momento cumbre. El maestro se preparaba para matar y dar su última estocaba. Y lo hizo… pero no tan bien. La espada cayó en la arena y el toro seguía vivito y coleando. La escena se repetiría dos veces más con similares resultados.  

Ese toro parecía gato. Tenía siete vidas. Y el español –enojado y frustrado- seguía metiéndole la espada al animalito que ya ni oponía resistencia. Eso nos molestó. Mucho abuso, pues. Pobre torito. Ahí sufriendo y el otro torturándolo. No era justo y comenzamos a pifiar, a gritarle que lo dejara en paz. En vez de hacernos caso, el matador se asó, perdió el control, se puso malcriado. Nos enseñó el dedo.

Para que lo hizo. Hasta ahorita debe estar arrepintiéndose. Los paisanos saltaron en mancha a la arena, entonces, salió corriendo, así como le conté al principio. Los policías al toque se pusieron en marcha. Detrás de la gente iban, intentando calmar a la muchedumbre. Algunos dicen que uno disparo al aire, pero no lo recuerdo. A mí me pareció que reventó un cohetón.

Ahora me da risa recordar lo ocurrido. El torero escapándose de los indignados comuneros, de los chibolos picones y de los borrachitos con ganas de armar pelea. Atrás, los policías tratando de poner orden. Ellos iban con la lengua afuera. Después del tumulto volví a la plaza a seguir con la fiesta. Todos hablábamos de la corrida y del torero faltoso que, según decían, se salvó por poquito. Un ojo morado nomás se llevó por su gracia.

Desde entonces, no he vuelto a la fiesta. Mis paisanos me cuentan que ningún otro matador de verdad ha llegado al pueblo. Solo aficionados y borrachines se enfrentan a los toros sin casta que abren los surcos de nuestras chacras. Sí, pues, esa es la costumbre.

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