Un pálpito me llevó a estudiar periodismo. Digo un pálpito
como podría decir que fue la casualidad o un auténtico champazo.
No sería
exagerado afirmar, también, que llegué por descarte a la escuela de
Comunicación Social, o, para ponerlo en jerga electoral, me dedicí por
el mal menor.
Claro, entre las profesiones llenas de cálculos, fórmulas y
números o aquellas donde se diseccionaban cuerpos y se estudiaban virus,
bacterias y todos los males habido y por haber, las letras y humanidades surgían
como una esperanza y una salvación.
En aquel momento de incertidumbre, ese era
ya un tremendo avance. Pero aún quedaba un problema. Qué carrera de letras escogería.
¿Sería de utilidad en estos casos echar una moneda al aire o apelar al desesperado
de
tin marín de do pingüé? Esas
disquisiciones atribulaban mi existencia hasta que apareció el pálpito o la
casualidad o el argumento del mal menor de los que les hablé al principio.
Eso sí, en aquel
momento, la posibilidad de ser periodista parecía un tremendo disparate por varias razones fácticas que iban desde mi exagerada timidez
hasta mi fobia de hablar por teléfono, además de mi renuencia casi insensata de hacer preguntas
de cualquier tipo.
A pesar de eso y de otros
cosas más que no les comento –por vergüenza y para no aburrirlos
con mis traumas y taras- decidí arriesgarme y hacerme periodista, tal y como se
me había ocurrido al escuchar una transmisión en radio Callao, la que "si corre
toda la cancha".
Y la corre hasta hoy,
aunque ya no la escucho, aunque ya no sé si estará por ahí Julio Julián Figueroa
y Bruno Espósito Marzán o si continúan cerrando su programación con emisiones extranjeras,
como lo hicieron esa noche de revelación, esa noche en la que pensé que podía hacerme periodista.
Fue una de esas
emisiones las que me liberó de la moneda al aire y la elección al azar. Recuerdo haber escuchado una
voz trémula, apasionada y anónima que narraba con exactitud los festejos de un
equipo campeón.
Aquella voz me contagió
su alegría, su emoción y hasta su nudo en la garganta, entonces, sentí que no estaría
nada mal que yo, en algún momento y de alguna manera, pudiera conseguir algo
parecido.
Sí, caray, tenía que ser periodista, aunque fuera tímido, leyera poco
y escribiera solo para los exámenes del colegio.
Con el tiempo me
daría cuenta que mi vocación despertó esa noche. Desde ese momento no se ha vuelto
a dormir. Se mantiene vigilante, me acompaña en los caminos y se aparece súbitamente
inspirada cuando estoy sufriendo frente al teclado y la pantalla en blanco.
Hoy, después de más 20 años de decidirme a ser periodista, sigo recorriendo la cancha de la información, igualito que radio Callao, la emisora que por esas cosas de la casualidad, los pálpitos y hasta los males menores, despertó mi vocación profesional.
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