Donde al autor -a falta de algo mejor o peor que hacer- se deja llevar por la añoranza y rescata de su memoria una anécdota del siglo y del milenio pasado, lo que demuestra, dicho sea de paso, que ya está bastante recorrido.
Aquel domingo mi cuadro de comisiones estaba cargado.
Toda una novedad en mi apacible existencia laboral en la revista Sí, donde solo
los días de cierre se presentaban vertiginosos. El resto de la semana
transcurría apaciblemente, con escasos sobresaltos y esporádicos apuros.
Pero esa jornada era especial por varios motivos. Más allá
de las comisiones encomendadas, me enfrentaba a dos situaciones inéditas en mi
naciente carrera: trabajaría un domingo –algo que nunca hacía- y me estrenaría profesionalmente
en una justa electoral, con acreditación especial y pase de voto
rápido.
Hoy, después de tantos años, no recuerdo con exactitud mi
peregrinaje informativo. Me parece que estuve en algunos o en varios centros de
votación, en el local de Transparencia y, después de los resultados, acompañé a
dos colegas al comando de campaña de Javier Pérez de Cuéllar, el candidato
derrotado por Alberto Fujimori.
De más está decir que allí primaba la tristeza y el desconcierto.
Mucho silencio, pocas palabras. Lo mejor era volver a la revista para terminar
la edición. Salimos. Tomamos un taxi. Mis colegas empezaron a conversar de los
acontecimientos políticos, de sus dudas sobre la limpieza del proceso y del hedor
que emanaba del gobierno reelecto.
La conversación andaba de lo más animada hasta que el auto
se detuvo de manera intempestiva y a la vez injustificada. La calle estaba
vacía y ninguna luz roja ordenaba el pare. De pronto, entre el desconcierto y
la incertidumbre, la voz del chofer irrumpió con furiosa y amenazante certeza: “no
hablen mal de mi presidente”.
Después, con mayor encono, ordenó que nos bajáramos de su auto.
“De una vez, rápido, qué esperan”. Nuestro desconcierto era mayúsculo. Qué
hacer. Apelar a la libertad de expresión, proponer un intercambio de ideas,
iniciar un debate alturado o escapar de allí a la velocidad de un suspiro.
Intentamos de todo un poco. Fue inútil. Nada
funcionó. El conductor estaba ofendidísimo y nos miraba con una mezcla de
cólera, desprecio y hasta odio. Sé que nos dijo más cosas, pero es imposible
rescatarlas con exactitud de mi memoria. De lo que estoy seguro es que él no
pensaba mover su vehículo ni un centímetro.
Y eso fue lo que ocurrió el domingo en el que me estrené como
reportero en un proceso electoral. Respecto al final de la historia con el
taxista, solo me queda agregar que esa noche descubrí que, en ocasiones, es
recomendable caminar al término de una larga jornada periodística. Sirve para
pensar y aclarar las ideas.
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