Es un niño, un niño que se aleja de su comunidad por un sendero
sinuoso que, irremediablemente, terminará faldeando los cerros. Es un pastor,
un pastorcito con una varilla en sus manos con la que juguetea sin demasiada
alegría. Es un niño y es un pastor que va detrás de su rebaño que no es
numeroso, apenas unas cuantas cabezas, tan pocas que le sobrarían los dedos de
las manos para contarlas.
Tanto el niño
que es pastor y sus animales que jamás serán mascotas, andan con pereza, sin
apuro ni prisas, como si estuvieran aburridos de hacer el mismo camino todos
los días, bueno, al menos los cuadrúpedos, porque el niño no anda por aquí todos los días. Durante la semana es un estudiante que aprende a leer
y escribir en la modesta escuela de su pueblo.
Pero hoy es
sábado. No hay lecciones en las aulas ni travesuras en el recreo. Por eso el
niño es un pastor que solo volverá a su casa en la antesala de la noche, cuando
el frío de las alturas se despereza y se impone. Si se apura en el retorno,
quizás pueda corretear tras la pelota en las afueras de la vieja iglesia. Allí
juegan los muchachitos de Santa Lucía. Allí gritan sus goles y festejan sus
triunfos.
Eso es lo que
podría ocurrir después, no en este instante, porque el niño, que también es
pastor, ha detenido sus pasos al escuchar una voz en quechua, una voz que no
conoce, una voz que no es de su pueblo. La conversación es breve. Un puñado de
frases. Varios gestos y un dedo infantil señalando un punto lejano, remoto,
perdido en el horizonte.
No hay otras
palabras ni señales. El niño vuelve a quedarse solo. Delante van sus animales.
Estos se orillan o se espantan aterrados cuando esos extraños se acercan a
paso vigoroso. Ellos –aún frescos y pletóricos de energía- quieren ganarle la
partida a las horas. Su deseo es retornar bajo el amparo de los rayos de ese
Sol que despunta impetuoso entre las
cumbres.

El bastión del
rebelde
Ese niño, ese
pastor. Sí, a él había que preguntarle, él tenía que saber si ese era realmente
el trazo que, en dos o en tres horas, los llevaría a esa ¿fortaleza?, ¿ciudad?
o ¿templo? que era linda, hermosa y bien bonita, como les habían comentado al
servirles la yapa en sus vasos humeantes, al pedir orientación en una bodega
sombría y en las casi dos horas que dieron brincos por una carretera
agujereada.
Debían
alcanzarlo. Hacer que se detenga. Un grito en quechua y ese niño, ese pastor,
voltea, los mira, los espera. Frente a frente. Ojos grandes, pómulos prominentes,
mejillas irritadas de Sol. Un gorro de lana, un pantalón raído y la varilla
inmóvil en su mano. Monosílabos. Diálogo exiguo. Gestos con las manos y la
cabeza. Lo necesario para saber por dónde está el legado de piedra de los
antiguos.
Se esfuman las
dudas. Derrotero correcto. Es cuestión de no dejarse ganar por el cansancio ni
la altura, tampoco por la ansiedad que acelera su persistencia andariega, sus
deseos de admirar cuanto antes las escaleras, las hornacinas, las puertas
trapezoidales y el rosario de recintos erigidos por los hombres de la cordillera
en un tiempo donde la historia se entrelazaba con las leyendas y los mitos.
Travesía hacia
el pasado para descubrir el ¿reducto?, ¿pueblo? o ¿adoratorio? que los qanchis diseñaron
con sapiencia en un lejana atalaya de piedra arenisca y que los Incas
perfeccionarían después, dejando su sello en esa montaña de la margen derecha
del río Percca (distrito de Acos). Un bastión de la arquitectura andina apenas
conocido a pesar de su monumentalidad y lítica grandeza.
Ese era su destino.
No estaban lejos. Se lo anunciaba el cansancio y la visión de esa formación rocosa
similar a una cornamenta, a la que se aproximaban por una pendiente. De ella
deriva el nombre del conjunto arqueológico de Waqrapukara (waqra: cuerno;
pukara: fortaleza), el bastión y refugio de Tito Qosñipa, el curaca rebelde que
encendió la ira del poderoso Huayna Cápac.
Pregonan las leyendas que la nación qanchi fue rebelde desde siempre. Este
grupo humano, cuya pacarina (lugar de origen) habrían sido los cerros Willkacalle
y Pucara, tuvo varias disputas con los incas. Vientos de guerra soplarían en
las quebradas y las pampas, cuando Qosñipa se opuso a las exigencias de más
tributos, planteada por el soberano cusqueño.
Fortaleza de piedra

Los pasos
finales. Waqrapukara. 4163 metros de altitud. La cornamenta natural. Los
recintos levantados desde antes de la rebelión de Qosñipa. Arquitectura
prehispánica. Paisaje cerril. Contemplación sosegada para aquellos viajeros que
tomaron el camino que nace en Santa Lucía, el más corto, pero no el único que
serpentea victorioso hasta esta cumbre que atesora importantes huellas del
pasado.
Varias rutas.
Distintos puntos de partida: Huayki, Sangarará, Canchanura, Mulawata o
Sarwiqocha. El mismo final: el emblema arqueológico de la provincia de Acomayo,
con su “contorno pétreo que llama la atención debido a sus formas caprichosas,
que la erosión fluvial y eólica fue plasmando en el transcurso del tiempo,
adquiriendo algunas formas que insinúan figuras antropomorfas y zoomorfas”.
Así describe
el panorama que observan los visitantes, Pedro Lizarzaburu Prado, arqueólogo
responsable del Informe Anual 2011,
conservación y mantenimiento de zonas y sitios arqueológicos de Canas y Acomayo.
En su estudio señala que este lugar presenta “la característica de acoger los
primeros rayos del Sol por las mañanas y los últimos en el ocaso”. Una
evidencia de su importancia estratégica e ideológica.
Recuperar el
aire. Se apacigua el corazón. Subir por escalerillas líticas de peldaños
desiguales. Ascenso a las cornamentas, aquellas que se veían desde antes de llegar
y eran el indicio, la razón para seguir insistiendo y conquistar lo más alto.
Allí hay una plaza, un par de recintos de carácter ceremonial y hornacinas de
doble y triple jamba, un detalle que demuestra el tesón y la prolijidad de sus
constructores.
Arriba
oteándolo todo. Las terrazas cultivables. Los otros senderos. Los requiebres
del cañón del Apurímac. “Es linda, hermosa y bien bonita”, les habían dicho antes
de partir hacia esa fortaleza que tiene algo de ciudad y de templo. Ya no
sospechaban del clima. Retornarían con calma, acaso guardando físico para
pelotear frente a la iglesia, con ese niño que los sábados es pastor y
futbolista.
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