Hoy llegué al Cusco. La ciudad está sombría, melancólica, huérfana de su padre el sol. Llueve a ratos, con gotas robustas, rápidas y persistentes, como si el cielo estuviera ametrallando la ciudad.
Felizmente esta vez no me olvidé del poncho impermeable, aunque ahora que lo uso, me doy cuenta que son pocos los cusqueños que llevan paraguas o buscan refugio bajo los balcones y aleros de las casas. La mayoría no se protege, sólo acelera el paso y anda rapidito por las calles humedecidas. Caminan resignados a mojarse.
Será que ellos están acostumbrados a las lluvias inesperadas, a veces cortas, a veces inacabables de la sierra andina; yo, por mi parte, iré a todos lados con el poncho. Total, soy un hijo de la costa desértica. Fin del reporte...
Felizmente esta vez no me olvidé del poncho impermeable, aunque ahora que lo uso, me doy cuenta que son pocos los cusqueños que llevan paraguas o buscan refugio bajo los balcones y aleros de las casas. La mayoría no se protege, sólo acelera el paso y anda rapidito por las calles humedecidas. Caminan resignados a mojarse.
Será que ellos están acostumbrados a las lluvias inesperadas, a veces cortas, a veces inacabables de la sierra andina; yo, por mi parte, iré a todos lados con el poncho. Total, soy un hijo de la costa desértica. Fin del reporte...
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