Donde el autor reconoce que se le fue la mano y redactó más de la cuenta, por obra y gracia de una musa microbusera. Consciente de su exceso y con la intención de no aburrir a sus pacientes lectores, publicará su “inmenso” relato en dos partes. Eso sí, no le pregunten cuál es el tema, porque ni el mismo sabe muy bien que cosa ha escrito.
De un tiempo a esta parte, la inspiración se me aparece de súbito en las combis y cousters. Sé que no es el lugar más apropiado para entrar en un trance creativo, pero en estos tiempos en los que todo parece andar de cabeza, no puedo darme el lujo de desdeñar a las musas, por más que estas sean microbuseras. Total, necesito de su ayuda para elaborar un buen texto.
Admito que no es fácil concentrarse y escucharlas entre los “habla chino, vas” del cobrador, la estridencia reggetonera o cumbiambera de la radio o el fastidioso “chucuchuchún” o algo parecido, que se escapa de los audífonos del pasajero de a lado, convertido en una especie de zombi gracias a su mp3.
Ah, claro, también, te desconcentran las vocecillas empalagosamente enamoradas que cuentan su día entero por el bendito celular o, lo que es peor, las evoluciones de esas parejas que creen que los asientos –casi siempre desfondados y estrechísimo- son equivalentes a las bancas de un parque sombrío o a la última fila de un cine solitario, de barrio, nunca de estreno.
Ignorando el entorno desfavorable, bullanguero y terriblemente hostil, la inspiración se me presentó -de lo más osada- mientras viajaba por “toda La Marina, Javier Prado, Camino Real…” y un sinfín de lugares cuya sola mención me bastaría para llenar de cabo a rabo esta pantalla, posibilidad realmente tentadora que me evitaría exprimir aún más a mis ya gastadas -pero heroicas- neuronas.
Pero hoy ando iluminado o al menos eso creo, así que no tendré que recurrir al recurso pueril de describir todo la ruta, para darle una ayudadita a mi inspiración que, al menos hasta ahora, se mantiene vigorosa a pesar de las piruetas de kamikaze del chofer, los achorados “sube-sube” del cobrador y los mimosos “ay, mi amorcito” de la vocecilla empalagosa. ¡No, no soy un picón!
En medio de aquella batahola urbana, me entendí a la perfección con mi musa. Fue así que ella, de manera inexplicable, me pidió que buscara un método inofensivo y práctico de matar el tiempo, actividad en la que -dicho sea de paso- tengo una vastísima experiencia (si lo duda haga clic aquí).
Lima antártica
Sin presentar objeción alguna, acepté la extraña sugerencia de la musa, mi musa. Vamos a ver que pasa, pensé, mientras declaraba el inicio del minuticidio con una certera mirada a esa muchachita con rigidez de momia, que parecía ser prisionera de sus tupidas y recias prendas invernales.
Alejada totalmente del romanticismo y la impudicia, mi mirada como que se congeló al descubrirla, porque aquella señorita -¿acaso una modelo del polo norte?- se había puesto todo el ropero encima. Sí, el de ella y el de su hermana, caray, el de toda la familia.
Una chalina con amplitud de frazada, un gorro de bailarín de kasachov, unos guantes de andinistas, un pantalón térmico debajo del cual se presumía la existencia de una malla, unas medias de lanas que debían llegar hasta las rodillas, un polar delgado, otras más grueso y, para terminar la envoltura, un peruanísimo poncho multicolor, eso sí, este último caía a pelo con el ambiente patriótico de estos días.
Con aquel arsenal de prendas, se protegía del frío casi “antártico” de la vieja Lima, bueno, “antártico” en la percepción de la gran mayoría de los habitantes de esta tres veces coronada villa, que se sienten en pleno proceso de criogenización, cuando los termómetros marcan los 12° centígrados (sobre cero, por si acaso) y la sensación de humedad alcanza niveles submarinos.
Dejo constancia que no me incluyo entre los limeños “antárticos”. Mal que bien, soporto sus “gélidas” temperaturas sin mayores excesos de vestuario (para alivio de mis bolsillos). Nunca un gorro o un chullo, jamás una chalina o un guante en mis andanzas por las calles. Esas tenidas las guardo para las punas y cordilleras, en las que el agua se convierte en hielo sin necesidad de refrigerador.
Y si bien el invierno capitalino dista mucho de esas rigurosidades, los limeños se lo toman muy en serio, demasiado en mi opinión. Me basta con ver a la muchachita de indumentaria polar y escuchar a la vocecita cursilona que le dice a su amor que “está congeladita” y necesita con urgencia un apapachador abrazo de oso –¡me apunto como voluntario!-, para darme cuenta que mi pensamiento no es exagerado.
Mi opinión se fortalece al ver a una señora con cabellera de plata que busca el calor ausente en un par de guantes, a un niño que se frota las manos mientras su mamá le acomoda un gorro de lana y a un hombre con pinta de don Juan trasnochado, que estira las mangas de su saco y entierra el mentón en el cuello de su chompa Jorge Chávez, para protegerse del airecillo traicionero que se filtra por la ventana. (Continuará)
De un tiempo a esta parte, la inspiración se me aparece de súbito en las combis y cousters. Sé que no es el lugar más apropiado para entrar en un trance creativo, pero en estos tiempos en los que todo parece andar de cabeza, no puedo darme el lujo de desdeñar a las musas, por más que estas sean microbuseras. Total, necesito de su ayuda para elaborar un buen texto.
Admito que no es fácil concentrarse y escucharlas entre los “habla chino, vas” del cobrador, la estridencia reggetonera o cumbiambera de la radio o el fastidioso “chucuchuchún” o algo parecido, que se escapa de los audífonos del pasajero de a lado, convertido en una especie de zombi gracias a su mp3.
Ah, claro, también, te desconcentran las vocecillas empalagosamente enamoradas que cuentan su día entero por el bendito celular o, lo que es peor, las evoluciones de esas parejas que creen que los asientos –casi siempre desfondados y estrechísimo- son equivalentes a las bancas de un parque sombrío o a la última fila de un cine solitario, de barrio, nunca de estreno.
Ignorando el entorno desfavorable, bullanguero y terriblemente hostil, la inspiración se me presentó -de lo más osada- mientras viajaba por “toda La Marina, Javier Prado, Camino Real…” y un sinfín de lugares cuya sola mención me bastaría para llenar de cabo a rabo esta pantalla, posibilidad realmente tentadora que me evitaría exprimir aún más a mis ya gastadas -pero heroicas- neuronas.
Pero hoy ando iluminado o al menos eso creo, así que no tendré que recurrir al recurso pueril de describir todo la ruta, para darle una ayudadita a mi inspiración que, al menos hasta ahora, se mantiene vigorosa a pesar de las piruetas de kamikaze del chofer, los achorados “sube-sube” del cobrador y los mimosos “ay, mi amorcito” de la vocecilla empalagosa. ¡No, no soy un picón!
En medio de aquella batahola urbana, me entendí a la perfección con mi musa. Fue así que ella, de manera inexplicable, me pidió que buscara un método inofensivo y práctico de matar el tiempo, actividad en la que -dicho sea de paso- tengo una vastísima experiencia (si lo duda haga clic aquí).
Lima antártica
Sin presentar objeción alguna, acepté la extraña sugerencia de la musa, mi musa. Vamos a ver que pasa, pensé, mientras declaraba el inicio del minuticidio con una certera mirada a esa muchachita con rigidez de momia, que parecía ser prisionera de sus tupidas y recias prendas invernales.
Alejada totalmente del romanticismo y la impudicia, mi mirada como que se congeló al descubrirla, porque aquella señorita -¿acaso una modelo del polo norte?- se había puesto todo el ropero encima. Sí, el de ella y el de su hermana, caray, el de toda la familia.
Una chalina con amplitud de frazada, un gorro de bailarín de kasachov, unos guantes de andinistas, un pantalón térmico debajo del cual se presumía la existencia de una malla, unas medias de lanas que debían llegar hasta las rodillas, un polar delgado, otras más grueso y, para terminar la envoltura, un peruanísimo poncho multicolor, eso sí, este último caía a pelo con el ambiente patriótico de estos días.
Con aquel arsenal de prendas, se protegía del frío casi “antártico” de la vieja Lima, bueno, “antártico” en la percepción de la gran mayoría de los habitantes de esta tres veces coronada villa, que se sienten en pleno proceso de criogenización, cuando los termómetros marcan los 12° centígrados (sobre cero, por si acaso) y la sensación de humedad alcanza niveles submarinos.
Dejo constancia que no me incluyo entre los limeños “antárticos”. Mal que bien, soporto sus “gélidas” temperaturas sin mayores excesos de vestuario (para alivio de mis bolsillos). Nunca un gorro o un chullo, jamás una chalina o un guante en mis andanzas por las calles. Esas tenidas las guardo para las punas y cordilleras, en las que el agua se convierte en hielo sin necesidad de refrigerador.
Y si bien el invierno capitalino dista mucho de esas rigurosidades, los limeños se lo toman muy en serio, demasiado en mi opinión. Me basta con ver a la muchachita de indumentaria polar y escuchar a la vocecita cursilona que le dice a su amor que “está congeladita” y necesita con urgencia un apapachador abrazo de oso –¡me apunto como voluntario!-, para darme cuenta que mi pensamiento no es exagerado.
Mi opinión se fortalece al ver a una señora con cabellera de plata que busca el calor ausente en un par de guantes, a un niño que se frota las manos mientras su mamá le acomoda un gorro de lana y a un hombre con pinta de don Juan trasnochado, que estira las mangas de su saco y entierra el mentón en el cuello de su chompa Jorge Chávez, para protegerse del airecillo traicionero que se filtra por la ventana. (Continuará)
Comentarios
La verdad me gusta mucho la humedad y la nebliza y viajar (por eso llegue aquí).
Saludos.
Mari
Abrígate bien y disfruta de la neblina... ah, y cada vez que puedas, anímate a viajar con Explorando.