Los goles que no hice en el Campín
Fin de semana en Chincha, la tierra de mi madre. Aventuras infantiles jugueteando en las polvorientas orillas de una acequia o viendo pelotear a mis hermanos y primos en el Campín, un terreno baldío convertido en mítico templo futbolero, en donde se disputaban ardorosas y apasionantes pichanguitas.
Y digo “viendo pelotear” porque por más que sea el autor de esta bitácora, no estoy dispuesto a falsear la historia ni a presentarme como un Maradona en ciernes o como un jugador capaz de embrujar con sus fintas y dejar mal parado -es decir tirando cintura, es decir dando pena- a los recios defensores chinchanos.
Nada de eso puedo contarles. Y es que nunca hice un quiebre ni robé una pelota ni siquiera me acuerdo muy bien si alguna vez jugué o vagabundeé en aquel terral convertido en cancha. En el mejor de los casos, se podría decir que era un suplente de lujo.
Lo único malo es que no había entrenadores que ordenaran los cambios. Para colmo de males, yo era de lejos –y también de cerca- el menor y el más chato entre todititos los jugadores, entonces, era prácticamente imposible que alguno de esos grandullones se apiadara de mí y, de pura buena gente, me dejara ingresar al ahora ya urbanizado Campín chinchano, pariente lejano y pobretón del célebre Nemesio Camacho, el “Campín” de Bogotá.
Y es que adelantándose a la globalización, los palomillas de la “Cuna de Campeones” –así es llamada la ciudad de Chincha- bautizarían a su modesta cancha con el nombre del estadio colombiano, en el que se jugaría una de las tres finales de la Copa América de 1975.
Cuentan las crónicas futboleras (confieso que por razones de edad no recuerdo nada de ese partido) que aquel encuentro terminó 1 a 0 a favor de los norteños. En la revancha en el estadio Nacional de Lima, ganaríamos por un claro 2 a 0. El resultado obligó a un partido definitorio en Caracas, Venezuela.
En el enfrentamiento decisivo, el arquero colombiano Pedro Antonio Zape le atajaría un penal al talentoso Teófilo “Nene” Cubillas, estrella indiscutible del fútbol peruano, del fútbol mundial.
Pese a la sorprendente acción del golero –que repetiría su hazaña en las eliminatorias para España 82-, la bicolor se llevaría el título, gracias al golazo de Hugo “Cholo” Sotil.
Perú era campeón de América por segunda vez en su historia. Y, quizás de la pura emoción, mis primos y su collera decidieron bautizar como Campín a su estadio particular, acaso para recordarles a los colombianos que su triunfo en el Nemesio Camacho, sólo había servido para prolongar la agonía de su equipo.
Sea cual fuera la razón del nombre, el Campín existió y fue el escenario de partidos maratónicos que acababan cuando el sol se perdía o la madrecita del dueño de la pelota, llamaba a su hijo con carácter de urgencia. En tono dictatorial.
El partido terminaba a la mala. No había tiempo para los descuentos ni la definición por penales, porque cuando uno es niño, las madres tienen cierto parecido con los árbitros. Ellas manejan las reglas, imponen la justicia –o la ¿injusticia?- y sus fallos son inapelables; ah, y cuando se molestan, te ponen la tarjeta roja, te expulsan, te mandan a tu cuarto hasta nuevo aviso.
Han pasado muchos años desde las jornadas en el Campín, de los viajes memorables en el Hillman familiar, del peregrinaje por las casas de todita la parentela, de la visita al cementerio para adornar con flores la tumba de mis abuelos, de los matrimonios y bautizos en los que se servían platazos de carapulcra y sopa seca y, también, del clásico seco de raya con pallares de la tía Lucha.
Tanta añoranzas andariegas en Chincha, con sus viñedos y bodegas, con su frijol colado y sus chapanitas, con su Verano Negro y su beata Melchorita… y, claro, con mi familia, con mis tíos y primos.
Sí, en las calles de esa ciudad devastada por el terremoto del 15 de agosto, se escribieron mis primeras anécdotas viajeras; anécdotas entrañables que se mantienen firmes en mi memoria, a pesar del tiempo y la furia del planeta, que borró en dos minutos muchos de los escenarios de mis recuerdos infantiles, mis recuerdos de siempre.
Fin de semana en Chincha, la tierra de mi madre. Aventuras infantiles jugueteando en las polvorientas orillas de una acequia o viendo pelotear a mis hermanos y primos en el Campín, un terreno baldío convertido en mítico templo futbolero, en donde se disputaban ardorosas y apasionantes pichanguitas.
Y digo “viendo pelotear” porque por más que sea el autor de esta bitácora, no estoy dispuesto a falsear la historia ni a presentarme como un Maradona en ciernes o como un jugador capaz de embrujar con sus fintas y dejar mal parado -es decir tirando cintura, es decir dando pena- a los recios defensores chinchanos.
Nada de eso puedo contarles. Y es que nunca hice un quiebre ni robé una pelota ni siquiera me acuerdo muy bien si alguna vez jugué o vagabundeé en aquel terral convertido en cancha. En el mejor de los casos, se podría decir que era un suplente de lujo.
Lo único malo es que no había entrenadores que ordenaran los cambios. Para colmo de males, yo era de lejos –y también de cerca- el menor y el más chato entre todititos los jugadores, entonces, era prácticamente imposible que alguno de esos grandullones se apiadara de mí y, de pura buena gente, me dejara ingresar al ahora ya urbanizado Campín chinchano, pariente lejano y pobretón del célebre Nemesio Camacho, el “Campín” de Bogotá.
Y es que adelantándose a la globalización, los palomillas de la “Cuna de Campeones” –así es llamada la ciudad de Chincha- bautizarían a su modesta cancha con el nombre del estadio colombiano, en el que se jugaría una de las tres finales de la Copa América de 1975.
Cuentan las crónicas futboleras (confieso que por razones de edad no recuerdo nada de ese partido) que aquel encuentro terminó 1 a 0 a favor de los norteños. En la revancha en el estadio Nacional de Lima, ganaríamos por un claro 2 a 0. El resultado obligó a un partido definitorio en Caracas, Venezuela.
En el enfrentamiento decisivo, el arquero colombiano Pedro Antonio Zape le atajaría un penal al talentoso Teófilo “Nene” Cubillas, estrella indiscutible del fútbol peruano, del fútbol mundial.
Pese a la sorprendente acción del golero –que repetiría su hazaña en las eliminatorias para España 82-, la bicolor se llevaría el título, gracias al golazo de Hugo “Cholo” Sotil.
Perú era campeón de América por segunda vez en su historia. Y, quizás de la pura emoción, mis primos y su collera decidieron bautizar como Campín a su estadio particular, acaso para recordarles a los colombianos que su triunfo en el Nemesio Camacho, sólo había servido para prolongar la agonía de su equipo.
Sea cual fuera la razón del nombre, el Campín existió y fue el escenario de partidos maratónicos que acababan cuando el sol se perdía o la madrecita del dueño de la pelota, llamaba a su hijo con carácter de urgencia. En tono dictatorial.
El partido terminaba a la mala. No había tiempo para los descuentos ni la definición por penales, porque cuando uno es niño, las madres tienen cierto parecido con los árbitros. Ellas manejan las reglas, imponen la justicia –o la ¿injusticia?- y sus fallos son inapelables; ah, y cuando se molestan, te ponen la tarjeta roja, te expulsan, te mandan a tu cuarto hasta nuevo aviso.
Han pasado muchos años desde las jornadas en el Campín, de los viajes memorables en el Hillman familiar, del peregrinaje por las casas de todita la parentela, de la visita al cementerio para adornar con flores la tumba de mis abuelos, de los matrimonios y bautizos en los que se servían platazos de carapulcra y sopa seca y, también, del clásico seco de raya con pallares de la tía Lucha.
Tanta añoranzas andariegas en Chincha, con sus viñedos y bodegas, con su frijol colado y sus chapanitas, con su Verano Negro y su beata Melchorita… y, claro, con mi familia, con mis tíos y primos.
Sí, en las calles de esa ciudad devastada por el terremoto del 15 de agosto, se escribieron mis primeras anécdotas viajeras; anécdotas entrañables que se mantienen firmes en mi memoria, a pesar del tiempo y la furia del planeta, que borró en dos minutos muchos de los escenarios de mis recuerdos infantiles, mis recuerdos de siempre.
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