De niño me ponía triste en Semana Santa, a pesar que los feriados del jueves y el viernes, solían interrumpir las clases escolares.
En cualquier otra época del año, dos días sin colegio hubieran sido motivo de alegría extrema para mí, tal y como sucedía cuando los microbuseros se ponían de paro o los maestros del SUTEP, iniciaban sus clásicas huelgas indefinidas.
Recuerdo que el gozo era aún mayor, si la protesta coincidía con alguna competencia deportiva, como un mundial de fútbol o las olimpiadas.
En aquellos tiempos –vale la pena decirlo- la selección peruana al menos se defendía. También la goleaban, claro está, pero no en las eliminatorias sino en el mundial. Eran goleadas de otro nivel.
Pero mi tristeza pascual no se cimentaba en la falta de transmisiones deportivas. Existían otros y muchos motivos que me ponían gris.
Y es que todo parecía estar lleno de nostalgia, de tristeza y culpa. Eso lo sentía en la calle y en mi casa, donde teníamos que estar particularmente tranquilos. Sin alborotos ni muchas bromas, casi sin juegos.
Tampoco podíamos cantar. Eso era malo, un auténtico despropósito en un día santo. Algo tan grave que ni las emisoras de radio se atrevían a poner música movida. Sólo emitían tonadas deprimentes o tediosos sermones.
La situación era igual de crítica en la TV. Allí Cristo era golpeado y crucificado a toda hora, en los tres canales que existían en mi infancia.
Ver esas películas terminaban por bajarme la moral hasta el piso; entonces, deseaba que los días se fueran rapidito para volver al colegio.
Admito que ese sentimiento me hacía sentir como un traidor a mis nacientes convicciones, porque desde pequeño casi cualquier cosa me parecía mejor que estar en el colegio.
No es que fuera un vándalo o un niño problema o la “lorna” del salón, tampoco me paraba “tirando la vaca”, simplemente nunca me consideré un fanático de las aulas de la 1100 o del Diego Ferré.
Semana Santa era la excepción. No sólo por la TV y la radio sino por la obligación de comer sólo pescado, visitar las iglesias en la noche y escuchar, aunque sea a lo lejos, la interpretación de las Siete Palabras del hijo de Dios.
La situación habría sido más llevadera con sólo cambiar el bacalao por un buen ceviche o jalea. Pero era un niño. Mi opinión no importaba.
Todo hubiera sido distinto, también, si los templos no lucieran tan lúgubres en jueves santo, con esas imágenes impactantes –desde mi perspectiva- de Jesús crucificado, sangrante o dolorosamente yerto en una urna de vidrio.
Lo del sermón no tenía arreglo. Lo pasaban por radio y TV y siempre lo sintonizaban en mi casa. Era un clásico. Tres horas de aburrimiento.
Así era mi Semana Santa. Qué fácil la tienen algunos niños de hoy, con cable, con Internet, con posibles campamentos o viajes; bueno, aunque pensándolo bien, eso no es del todo cierto. Ellos no han visto -ni verán- a la selección jugando un mundial.
En cualquier otra época del año, dos días sin colegio hubieran sido motivo de alegría extrema para mí, tal y como sucedía cuando los microbuseros se ponían de paro o los maestros del SUTEP, iniciaban sus clásicas huelgas indefinidas.
Recuerdo que el gozo era aún mayor, si la protesta coincidía con alguna competencia deportiva, como un mundial de fútbol o las olimpiadas.
En aquellos tiempos –vale la pena decirlo- la selección peruana al menos se defendía. También la goleaban, claro está, pero no en las eliminatorias sino en el mundial. Eran goleadas de otro nivel.
Pero mi tristeza pascual no se cimentaba en la falta de transmisiones deportivas. Existían otros y muchos motivos que me ponían gris.
Y es que todo parecía estar lleno de nostalgia, de tristeza y culpa. Eso lo sentía en la calle y en mi casa, donde teníamos que estar particularmente tranquilos. Sin alborotos ni muchas bromas, casi sin juegos.
Tampoco podíamos cantar. Eso era malo, un auténtico despropósito en un día santo. Algo tan grave que ni las emisoras de radio se atrevían a poner música movida. Sólo emitían tonadas deprimentes o tediosos sermones.
La situación era igual de crítica en la TV. Allí Cristo era golpeado y crucificado a toda hora, en los tres canales que existían en mi infancia.
Ver esas películas terminaban por bajarme la moral hasta el piso; entonces, deseaba que los días se fueran rapidito para volver al colegio.
Admito que ese sentimiento me hacía sentir como un traidor a mis nacientes convicciones, porque desde pequeño casi cualquier cosa me parecía mejor que estar en el colegio.
No es que fuera un vándalo o un niño problema o la “lorna” del salón, tampoco me paraba “tirando la vaca”, simplemente nunca me consideré un fanático de las aulas de la 1100 o del Diego Ferré.
Semana Santa era la excepción. No sólo por la TV y la radio sino por la obligación de comer sólo pescado, visitar las iglesias en la noche y escuchar, aunque sea a lo lejos, la interpretación de las Siete Palabras del hijo de Dios.
La situación habría sido más llevadera con sólo cambiar el bacalao por un buen ceviche o jalea. Pero era un niño. Mi opinión no importaba.
Todo hubiera sido distinto, también, si los templos no lucieran tan lúgubres en jueves santo, con esas imágenes impactantes –desde mi perspectiva- de Jesús crucificado, sangrante o dolorosamente yerto en una urna de vidrio.
Lo del sermón no tenía arreglo. Lo pasaban por radio y TV y siempre lo sintonizaban en mi casa. Era un clásico. Tres horas de aburrimiento.
Así era mi Semana Santa. Qué fácil la tienen algunos niños de hoy, con cable, con Internet, con posibles campamentos o viajes; bueno, aunque pensándolo bien, eso no es del todo cierto. Ellos no han visto -ni verán- a la selección jugando un mundial.
Comentarios
deseando que la semna santa haya servido de meditacion a todos los hombres me despido de Uds.
Siempre es bueno recordar. Los recuerdos son claves para no olvidar de donde somos y de donde vinimos.
Es lamentable pero muchas costumbres se van perdiendo por todo tipo de razones o excusas.
Un saludo cordial,
r.v.ch.