
Sabes que no miento. Tú lo ves todo desde tu anda florida y bendecida, esa que ahora está en el atrio de un templo que jamás será tuyo, aunque seas la imagen más querida, la que todos veneran y engríen en la primera quincena de octubre, cuando tu fiesta es lo más importante en la provincia fronteriza de Yunguyo (Puno) y centenares de hombres y mujeres te rezan, te cantan y hasta bailan en tu honor.
A pesar de eso, la iglesia no lleva tu nombre sino el de Nuestra Señora de la Asunción. Ella ocupa el altar mayor. Quizás sea injusto… bah, pero tú eres un santo y no sientes ni celos ni envidia, tampoco te molestas. Y no creas que te adulo para que olvides mi falta, mi penosa claudicación frente a unos guiños seductores y el vuelo pecaminoso de varias falditas microscópicas.

Luego, acompañé tu procesión. Lluvia de papel picado a la salida del templo, vibrar de notas musicales, alboroto de fe en una plaza exultante de fiesta. Me acerqué a ti, burlando a los serenos que querían cortarme el paso, como si fuera un indeseable que pretendiera hacerte daño. Sólo quería verte de cerca para fotografiarte, para tener un recuerdo de tu imagen, de tu rostro barbado, de tu sombrero campesino.
Hasta ahí todo iba bien. Reflexión y plegarias. Nada más. Estaba alejado de las tentaciones y de cualquier pensamiento sombrío. Tú eres testigo, Tatita Panchito, que estaba decidido a marcharme, a volver a Puno, a ignorar a las diablitas que esperaban el fin de la procesión, para imponer sus movimientos condenatorios en la misma plaza que tú recorriste en hombros de tus devotos.

Quería portarme como un santo al menos una vez en mi vida. Ser como tú, que renunciaste a los privilegios de la nobleza y a las frivolidades de la corte, para ser un fiel servidor del Señor que está en los cielos; sí, allá arriba, lejísimos y, quien sabe, si ese fue el origen de mi desgracia, porque mientras el todopoderoso seguía refugiado entre las nubes, aquí, en el altiplano, decenas de diablos y diablas desfilaban ante mis ojos confundidos.
Y ellas me miraban, me coqueteaban, me invitaban a acercarme y se les veía tan lindas, tan alegres, tan animadas. De pronto, no sé como -quizás tú puedas explicármelo San Francisco de Borja- me alejé de ti, me acerqué a las bailarinas. Esa fue mi perdición.

No es lo que quería, no es lo que buscaba, Tata Pancho; pero las cosas se presentaron así. Sé que vas a perdonarme. Tu bondad es infinita. Eso me lo han dicho tus devotas y devotos que te quieren tanto, aunque se vistan como el maligno y conozcan las maña para desviar a los aspirantes de santos.
Todo es parte de la fiesta, tú lo sabes, tú lo entiendes; por eso, año tras año, sales al atrio, para ver a los conjuntos, y, también, por qué no, a los viajeros que como este humilde cronista, se pierden, se alejan y se vuelven parte de ese jolgorio que tu piedad y tus milagros, Tata Pancho, generan en todo un pueblo, tu pueblo de Yunguyo.
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r.v.ch.