La ruta del Hillman
Donde al autor, a manera de homenaje, recuerda sus viajes infantiles a Chincha, la tierra de su madre, una de las ciudades más golpeadas por el terremoto del pasado 15 de agosto.
Cuando era un niño mis andanzas viajeras se reducían a los 200 kilómetros de pocas curvas y mucha niebla que separan a Lima de Chincha; 200 kilómetros que recorríamos casi a paso de tortuga en el auto familiar, un Hillman verde del 66 que solía emberrincharse en plena carretera, dándole la razón a mis compañeros del CE 1100, que sin respeto alguno por aquel ¿bólido? europeo, le clavaron el deshonroso apelativo de “carcacha”.
En varias ocasiones defendí aguerridamente el “honor” del auto de los Valdivia o de los Rolly’s -así llamaban a nuestro clan cuando aparecía victoriosa y cansadamente en tierras chinchanas-, pero mis argumentos se estrellaron siempre contra la cruda realidad: la “carcacha” era una carcacha, aunque me desgañitara diciendo lo contrario o decidiera cortársela para la salida a todo el salón o a todo el colegio.
Con el paso del tiempo desistí a cualquier tipo de alegato verbal a favor de la “carcacha”; tampoco recurrí al famoso te la corto pa’ la salida.
Y no es que fuera el Ghandi de la educación primaria o creyera en aquello de poner siempre la otra mejilla. Nada que ver, en realidad, me sentía preparado para meter patadas, puñetes y hasta cabezazos, pero existía un inconveniente: no me sentía tan preparado para recibirlos.
Eso me preocupaba sobre manera, especialmente porque todos mis compañeros de la 1100 –que por esos enredos burocráticos educativos funcionaba en el local de las 1084- eran más grandes y fornidos que yo; y si bien la maña vale más que la fuerza, no me parecía correcto o admisible, poner a prueba la validez de ese dicho.
Además, tenía fundadas sospechas de que varios o muchos de mis compañeros podrían darme una auténtica paliza o propinarme una surra inolvidable, porque a ellos les importaba un comino aquello de la maña y la fuerza.
Luego de esas sesudas consideraciones, decidí guardar mis dotes boxísticas y de peleador callejero, para hechos y ofensa más graves, de esas que nunca faltan, de esas que no se pueden eludir, salvo que quieras convertirte en la “lorna” del salón.
Y es que en el colegio –al menos en el que yo estudié- un puñete bien dado o una paliza recibida con dignidad, te hacía merecedor al respeto. Te libraba de las burlas y las crueldades de los compañeros.
Pero lo de la “carcacha” no era una de esas ofensas graves. Al final, terminaría por aceptar el apelativo, total, lo que no mata engorda y más allá de las burlas de mi collera colegial, los Valdivia seguíamos yendo y viniendo de Chincha en el Hillman, recorriendo la antigua Panamericana Sur, esa que corre en paralelo a la actual autopista y pasa por Lurín y Mala. Chicharrones y pan.
Lima–Chincha-Lima. Siempre en el Hillman, nunca en el 511 (el Soyuz de la época) o en el Chinchano, tampoco en los autos colectivos que salían del centro. Íbamos en la “carcacha” así su capota se abriera de manera imprevista en plena carretera, así su llanta de repuesto se cayera en la mitad del camino, así la bomba de gasolina estuviera sucia y el motor cabeceara y sufriera como si estuviera agonizando.
Chincha, sólo Chincha, nada más que Chincha, como si la carretera o el Perú o acaso el mundo entero, acabara allí; en las casas de mis tíos –hermanos de mi madre- o en la iglesia donde se celebraba el matrimonio de algún familiar, también en esa playa solitaria que llamaban la “Ladrillera” o en el santuario de la Melchorita, donde los rezos sabían a picarones.
Nunca íbamos más allá y si fuimos no lo recuerdo. Tal vez era culpa del Hillman que no podía llegar al distrito de El Carmen ni a la hacienda San José ni a la huaca de la Centinela, el mayor resto arqueológico de la provincia; menos a la vecina Pisco o la calurosa Ica.
Esos lugares no estaban incluidos en la ruta de la “carcacha”, la ruta de mis primeros viajes, la ruta de mis viajes infantiles. (Continuará).
Donde al autor, a manera de homenaje, recuerda sus viajes infantiles a Chincha, la tierra de su madre, una de las ciudades más golpeadas por el terremoto del pasado 15 de agosto.
Cuando era un niño mis andanzas viajeras se reducían a los 200 kilómetros de pocas curvas y mucha niebla que separan a Lima de Chincha; 200 kilómetros que recorríamos casi a paso de tortuga en el auto familiar, un Hillman verde del 66 que solía emberrincharse en plena carretera, dándole la razón a mis compañeros del CE 1100, que sin respeto alguno por aquel ¿bólido? europeo, le clavaron el deshonroso apelativo de “carcacha”.
En varias ocasiones defendí aguerridamente el “honor” del auto de los Valdivia o de los Rolly’s -así llamaban a nuestro clan cuando aparecía victoriosa y cansadamente en tierras chinchanas-, pero mis argumentos se estrellaron siempre contra la cruda realidad: la “carcacha” era una carcacha, aunque me desgañitara diciendo lo contrario o decidiera cortársela para la salida a todo el salón o a todo el colegio.
Con el paso del tiempo desistí a cualquier tipo de alegato verbal a favor de la “carcacha”; tampoco recurrí al famoso te la corto pa’ la salida.
Y no es que fuera el Ghandi de la educación primaria o creyera en aquello de poner siempre la otra mejilla. Nada que ver, en realidad, me sentía preparado para meter patadas, puñetes y hasta cabezazos, pero existía un inconveniente: no me sentía tan preparado para recibirlos.
Eso me preocupaba sobre manera, especialmente porque todos mis compañeros de la 1100 –que por esos enredos burocráticos educativos funcionaba en el local de las 1084- eran más grandes y fornidos que yo; y si bien la maña vale más que la fuerza, no me parecía correcto o admisible, poner a prueba la validez de ese dicho.
Además, tenía fundadas sospechas de que varios o muchos de mis compañeros podrían darme una auténtica paliza o propinarme una surra inolvidable, porque a ellos les importaba un comino aquello de la maña y la fuerza.
Luego de esas sesudas consideraciones, decidí guardar mis dotes boxísticas y de peleador callejero, para hechos y ofensa más graves, de esas que nunca faltan, de esas que no se pueden eludir, salvo que quieras convertirte en la “lorna” del salón.
Y es que en el colegio –al menos en el que yo estudié- un puñete bien dado o una paliza recibida con dignidad, te hacía merecedor al respeto. Te libraba de las burlas y las crueldades de los compañeros.
Pero lo de la “carcacha” no era una de esas ofensas graves. Al final, terminaría por aceptar el apelativo, total, lo que no mata engorda y más allá de las burlas de mi collera colegial, los Valdivia seguíamos yendo y viniendo de Chincha en el Hillman, recorriendo la antigua Panamericana Sur, esa que corre en paralelo a la actual autopista y pasa por Lurín y Mala. Chicharrones y pan.
Lima–Chincha-Lima. Siempre en el Hillman, nunca en el 511 (el Soyuz de la época) o en el Chinchano, tampoco en los autos colectivos que salían del centro. Íbamos en la “carcacha” así su capota se abriera de manera imprevista en plena carretera, así su llanta de repuesto se cayera en la mitad del camino, así la bomba de gasolina estuviera sucia y el motor cabeceara y sufriera como si estuviera agonizando.
Chincha, sólo Chincha, nada más que Chincha, como si la carretera o el Perú o acaso el mundo entero, acabara allí; en las casas de mis tíos –hermanos de mi madre- o en la iglesia donde se celebraba el matrimonio de algún familiar, también en esa playa solitaria que llamaban la “Ladrillera” o en el santuario de la Melchorita, donde los rezos sabían a picarones.
Nunca íbamos más allá y si fuimos no lo recuerdo. Tal vez era culpa del Hillman que no podía llegar al distrito de El Carmen ni a la hacienda San José ni a la huaca de la Centinela, el mayor resto arqueológico de la provincia; menos a la vecina Pisco o la calurosa Ica.
Esos lugares no estaban incluidos en la ruta de la “carcacha”, la ruta de mis primeros viajes, la ruta de mis viajes infantiles. (Continuará).
Comentarios
flor
Los recuerdos no acaban. Espero que vuelvas para leer la segunda parte.
Saludos proletarios,
Es curioso, pero pesar de que he ido muchas veces a Chincha, no cuento con imágenes de la ciudad ni sus atractivos. Quizás sea culpa del refrán que dice: en casa de herrero, cuchillo de palo.
De otro lado recién me entero de la existencia de ese equipo. Mas bien me gustaría saber si todavía exite el Mayta Capac, que alguna vez llegó a la final de la Copa Perú.
Saludos cordiales,