Primera lección:
Las serpientes no saben cruzar la pista
Viajero: Rolly Valdivia Chávez
Me acorrala el calor... Sí, ya lo sé, no es una frase excesivamente original. Más bien es fea –lo reconozco con hidalguía-, poco poética –mil disculpas a los vates- y en cierta forma simplona –humm, ya comienzo a sentir un poquito de vergüenza-, pero qué puedo hacer, es la pura verdad y a la verdad hay que honrarla, aunque agobie, deshidrate o achicharre las ideas.
No quería comenzar así, lo confieso. Deseaba escribir otra cosa, pero lo del "acorralamiento” me salió del alma, aunque en este momento pienso que hubiera sido más original escribir “soy un rehén del calor en un pedazo de la selva exuberante” o si sentenciaba que las serpientes de Iquitos, no saben cruzar las pistas.
¡Caray!, estoy en un problema. No sé como continuar con la historia. Soy incapaz de elegir un recuerdo que complemente lo del calor, porque en mi mente, afiebrada y confusa, vagabundean las imágenes, se mezclan los diálogos, se entreveran las aventuras en la ciudad -inquieta, bulliciosa, seductora- con las peripecias en el monte -salvaje, fiero, repleto de vida-.
No distingo el lugar con exactitud. Sólo veo el panorama verde, el cielo dorado del atardecer que parece fundirse con el río -¿el Napo?, ¿el Itaya?, o ¿el larguísimo Amazonas?- entonces, la silueta en carboncillo de una canoa rasga el horizonte; de pronto, mis enredadas evocaciones se llenan de rumores, de cuchicheos, de voces disparejas que narran leyendas y develan misterios.
¡Alto!, tengo que ordenar mis recuerdos para contar esta historia, debo abandonar la añoranza anárquica de mis idas y venidas por Iquitos –un poquito de jungla disfrazado de ciudad-, de mis travesías bamboleantes por los ríos amazónicos –retorcidas serpientes de agua que devoran las riberas- de mi andar sofocado por tórridos senderos –espiado por monos saltarines, ignorado por osos perezosos-.
Me concentro y ordeno mis ideas: sí, todo empezó en la escalerilla del avión que me hizo volar a Iquitos, capital de la región Loreto. Comienzo a sudar. Salgo del aeropuerto en una mañana azorada de calor. No paro de sudar. Una vez afuera, me ataca un grupo de “choferes-pirañas”. Ya no me importa si sudo. Los conductores me rodean, me jalonean y rematan su tarifa: siete soles, cinco, tres... ¿cuánto paga?
Trato hecho. Me voy al corazón de la capital de la Amazonia Peruana, una ciudad de 260 mil habitantes que nació por la persistencia civilizadora de los misioneros jesuitas, quienes la fundaron en 1757; una ciudad que, a finales del siglo XIX, se vistió de azulejos y mármol con la fortuna efímera de los caucheros; una ciudad que sigue siendo selva, a pesar de su maquillaje de cemento y luces de neón.
Y la presencia del monte se evidencia en todos lados. En los árboles que se codean con postes de luz sembrados por la modernidad, en las crecidas impetuosas de los cauces del Amazonas, Nanay, e Itaya, en las lluvias recurrentes con su aroma a vida... y, claro, cómo no, también en la serpiente despanzurrada que yace en medio de un crucero peatonal.
¿Habías visto una así? –el dedo del conductor apunta a la serpiente muerta- Son muy venenosas y andan merodeando –el dedo realiza un paneo por la excesiva vegetación- pero ésta ya pasó a mejor vida –ahora imita a un cuchillo que corta la manzana de Adán- ¿Perdón, a dónde quería que lo llevara?; cambio de tema, cambio de luz. Del rojo al verde. Arranque. Dedos que se prenden del manubrio.
Surge una conversación, la primera en esta ciudad en la que todos sus habitantes tienen algo que decir o contar. Iquitos es tierra de gente abierta y cordial, que siempre encuentra un pretexto para entablar un diálogo, sea en una de las bancas de la Plaza de Armas, en la baranda del malecón que bordea el río o en la mesita ensombrecida de un bar anclado en el pasado. El lugar no importa.
Habla el chofer que remata sus tarifas, pero apenas lo escucho. El ruido de las decenas de motos que hormiguean por la pista censura sus oraciones y atenúan sus preguntas. Por más que me esfuerzo, sólo logro captar retazos sueltos de sus frases: el chuchuhuasi es bien bravo, la casa de hierro es un restaurante, en Belén todo flota... Señor, ya llegamos.
Centro de Iquitos, localidad a la que sólo se puede llegar por avión o en barco. El calor aumenta. ¿Qué hacer?, caminar por las veredas convertidas en hogueras, buscar un cuartito con ventilador, refugiarse en un discreto alero proveedor de sombra o, tal vez, atacar un helado de aguaje –el fruto de una palmera amazónica-. La aventura empieza bajo el sopor del mediodía. (Continuará mañana).
*Información sobre la Amazonía Peruana en: www.iiap.org.pe/principal.htm
*Iquitos como destino turístico: www.enjoyperu.com/guiadedestinos/iquitos/intro/index2.htm
Comentarios
Quedo esperando el resto de la historia. Ah .. y borra a esos spammers.
Sí, el calor llega a soportarse pero al principio agobia mucho. Hoy tendrás la segunda parte de la historia.