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De Iquitos su Aventura (Parte II)


Segunda Lección:

Las doncellas de la selva tienen escamas

Hay que caminar. El sol no mata, bueno, eso creo. En todo caso ya me enteraré. Eso sí, vuelvo a incidir que el calor me ha acorralado –ya lo sé, la frase es fea, pero no encuentro otra-, porque en este lugar la temperatura promedio anual es de 28 grados centígrados. Qué horror. ¡Es un horno!

Armado con un par de botellas de agua, empiezo mi peregrinaje por la calle Próspero, una vía ajetreada, colorida y sonora, donde las viejas casonas de la época del caucho se han convertido en tiendas comerciales que ofrecen desde equipos electrónicos de última o penúltima generación, hasta suculentos platos de tacacho con cecina (plátano molido y carne seca).

Esas son las que han corrido mejor suerte. Otras están abandonadas, como si fueran una patético ejemplo de que todo tiempo pasado fue mejor... al menos para algunos, al menos para los caucheros que se enriquecieron astronómicamente, mientras los nativos eran esclavizados en la vastedad del bosque, donde extraían el preciado látex de la shiringa, el árbol del caucho.

Tiempo pasado: ¿mejor o peor?... 1880: se desata la fiebre del caucho en Iquitos, hasta entonces un lugar pequeño, discreto, poco pretencioso que surgió por la tozudez evangelizadora de los jesuitas, quienes en su esfuerzo por “salvar las almas” de los nativos yameos e iquitos, crearon las misiones que servirían de base para la fundación de San Pablo de los Napeanos, como se le llamó inicialmente.

Y aparecen los caucheros. Y se hacen ricos depredando; pero a quién le importa el bosque cuando hay dinero y una ciudad vive envanecida por el esplendor de sus nuevas construcciones: fachadas moriscas, adoquines y mosaicos portugueses, mármoles de Carrara, balcones de Hamburgo y hasta una casa para armar traída desde Europa.

La fiebre pasó. El remedio: la goma de Asia se hizo más barata. El caucho amazónico ya no servía. No era negocio al terminar la Primera Guerra Mundial. Se acabó la riqueza. Se lamentó el derroche que dilapidó las florecientes fortunas. Ahora sólo queda el recuerdo, pero estos empiezan a gastarse, a perder brillo como los mármoles importados.

Se acaba la calle Próspero, también mi botella de agua. Llego a la intersección con la calle Putumayo. A mí derecha, la Casa de Hierro, aquella que diseño el famosísimo Gustave Eiffel y que trajeron desarmada desde el viejo continente. A mi izquierda, la Plaza de Armas, con sus árboles de mamey y su iglesia de campanario puntiagudo y esbelto.

Hacia a dónde ir. ¿Izquierda o derecha? Dudo, coqueteo con la casa, miro de reojo el campanario lejano. “Hey, amigo, desde aquí le sale bien la foto”, decide por mí un hombrecito esmirriado, narizón y sonriente, que ve pasar la tarde en uno de los umbrales de la famosísima vivienda de hierro, un capricho del millonario Anselmo del Águila, quien la mandó a armar como si se tratara de un gigantesco rompecabezas.

Una barra por aquí, un tornillo por allá, una ajustadita de tuerca y la primera casa prefabricada del Perú quedó plantada -¿hasta qué se oxide?- en una esquina de la Amazonia allá en 1887, en pleno furor del caucho. “¿Es linda, no? -pregunta con entusiasmo mi recién estrenado asesor fotográfico- ¿la diseñó el mismo que hizo la torre Eiffel?”, agrega con el deseo de atrapar mi atención.

Pero soy sincero, en este instante me siento subyugado por una doncella que está como quiere, en una de las mesas del restaurante que funciona en la primera de las dos plantas de la histórica casa. “Debo acercarme”, me arengo internamente, mientras me dejó llevar por su inquietante fragancia.

Ya no importa el comentario del hombrecillo narigón ni la foto excepcional que me recomendó tomar. En este momento mágico todo es entre ella y yo. Así que me acerco a la mesa y me siento y la tengo tan cerca y... le pido al mozo ‘dame ajicito, por favor’, entonces, comienzo a sazonar un primoroso filete de doncella, un delicioso pescadito que abunda en los ríos del oriente peruano.

Pasos por el malecón
Comida hecha, amistad desecha. Provecho. Adiós doncella. “Váyase al Malecón” me ¿ordena? o ¿recomienda? el hombrecito del umbral. Otra vez le hago caso. Retorno a la calle pero algo ha cambiado. El sol ya no brilla, el cielo se ha vuelto de plomo. Preludio de lluvia. Sálvese quién pueda, ¿dónde está el impermeable?

Paso apurados, pasos húmedos, pasos presumiblemente resbalosos en el Malecón Tarapacá, una espléndida ventana a la Amazonia. A pesar de la lluvia me detengo para observar a las canoas sombrías que surcan un río adormilado entre marañas de verdor y la precariedad de las casas de madera, a merced de los arrebatos del torrente, hoy parsimonioso.

Hasta hace algunos años los cimientos del Malecón, construido durante la época del caucho, eran acariciados por el Amazonas, el río más largo, caudaloso y ancho del mundo. Un buen día este se emberrinchó y decidió alejarse a una distancia de 4 kilómetros, aunque su brazo izquierdo sigue bañando este rincón loretano.

La lluvia se convierte en testigo de mi serena contemplación. Estoy en un lugar de contrastes, en un espacio en el que la belleza desmedida del paisaje parece competir con la prestancia de las antiguas construcciones del Malecón, como el emblemático Ex Hotel Palace, una joya de tres pisos revestida de mosaicos y arabescos. Fue edificado en 1912 siguiendo las pautas del Art Nouveau.

En el devenir de la historia, el lujoso hotel se convirtió en prefectura, mientras otras casonas del Malecón se transformaron en pubs, discotecas y restaurantes. “Si tiene insomnio, te vienes por aquí”, me había recomendado Edwing, un joven que sin motivo alguno y como quien no quiere la cosa, se puso a charlar conmigo.

Pero a pesar de la afectuosa recomendación, no iba a quedarme por allí. Mis planes estaban más “allá”, es decir, en el jirón Nauta, donde queda el Café Teatro Amauta, un bastión de artistas, poetas, bohemios, mochileros de toda laya y hasta curas y monjas, “porque a dónde más van a ir los pobres cuando quieren tomarse un traguito”, revela Mario Celi, quien fundó el local hace 19 años.

En el Amauta, don Mario prepara una serie de bebidas en las que el aguardiente se mezcla con raíces, cortezas y frutos exóticos de la selva. De esa unión nacen tragos exquisitos, como: Clavohuasca, witachado, embrujo selvático, el anti dengue, el chuchuhuasi o el super RC reforzado (RC: rompe calzón), los dos últimos infalibles a la hora del amor.

Música en vivo. Canciones del oriente peruano, de la nueva ola y hasta un poquito de trova en una noche que se alarga como esas sombras que le dan al Café Teatro su pinta de taberna, de barcito discreto. “Sabes, hace tiempo quisieron clausurarlo, pero fue imposible. Los intelectuales saltaron hasta el techo”, cuenta don Mario, el alquimista del aguardiente y de las raíces extrañas. (Rolly Valdivia Chávez) Continuará mañana.


Comentarios

Grinder dijo…
Excelente que estes de paso por mi tierra añorada, te recomiendo visitar el "Musmuki", queda al final de la calle Raymondi, es un lugar que debes visitar si o si, asi de paso pruebas el famoso elixir "Aliento de Diablo"... aver que opinion te merece, saludos desde Arequipa y extrañando bastante Iquitos.
Seguiré el consejo la próxima vez que visite la capital de la Amazonia. El nombre es tentador
Juan Arellano dijo…
Buena lo de la "Doncella", jejeje. Buen anfitrión también Don Mario, y es cierto, el local tiene su público.
Anónimo dijo…
Holas... El musmuki es un lugar para tomar unos tragos en base a Aguardiente.. lugar de garantía.. Yo estuve por ahi. Lo recomiendo.. pero suave que uno se marea rápido.
También estuve en Tarapoto y ahi hay otro Musmuki con los mismos tragos y calidad...
Anónimo dijo…
Fui al musmuki en Tarapoto.... me pegue una bonita bomba...buen dato!!!
Está cerca a la plaza, al costado de un sitio que vende Pizzas
Unknown dijo…
Antes de venirme a Lima, era socia accionista del Musmuki practicamente, ya que no salia hasta que me botaran, sniffff.

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