Tercera Lección:
En Belén las calles tienen patas de zancudo
La cabeza me da vueltas. Tengo sed. Me castigan las raíces del Amauta y la noche larga me pasa la factura en la mañana luminosa en la que camino rumbo a Belén: un puerto, un mercado, un barrio de casas ruinosas que se levantan sobre pilotes clavados en la desembocadura del río Itaya. “Venecia Peruana”, le dicen algunos, quizás con una dosis de ironía y una pizca de humor negro.
Belén no es Venecia. No hay palacios ni góndolas, sólo viviendas con apariencia de corral e inestables canoas. Belén es pobre, paupérrima, pero no inspira tristeza, más bien sorprende por ser una clara evidencia de la pujanza del hombre amazónico y de su capacidad de adaptarse, trabajar e incluso enhebrar sueños, en condiciones terriblemente adversas.
Las calles son de agua. Aquí nadie camina. Se nada o se rema, pero “sólo en la época de creciente, entre febrero y junio”, advierte Manuel, un joven ennegrecido y de pómulos salientes que se gana la vida surcando los canales de su pueblo y la entretiene disputando ardorosos partidos de fútbol. “aunque ahora no podemos, la cancha está inundada”, se lamenta.
Niños que chapotean y se mueren de la risa, mujeres que refriegan prendas raídas en la turbiedad del río, mientras unos perros delgados como hilachas, hacen equilibrio en las barandas caseras que limitan con el Itaya. Imágenes de Belén, un lugar agitado, con devenir constante de embarcaciones, donde se compra y se vende plátano, yuca, carne de monte y tragos afrodisíacos.
“Cuando todo se seca, la vida es más divertida”, se confiesa Manuel; entonces, Belén cambia de cariz y las casas parecen ser gigantes con piernas de madera o zancudos enormes en perpetuo descanso. “Sólo la parte que está por el cauce principal del Itaya permanece con agua”, agrega, mientras acoda la canoa en un muelle tembleque.
Desciendo con un salto acrobático y empiezo a caminar por encima del torrente, haciendo equilibrio sobre una red de tablones de madera que, para variar, también son sostenidos por pilotes. ‘En Belén hasta las veredas están en el aire’, sentenció al pisar tierra firme y zigzaguear por los improvisados puestos del mercado, la única parte del distrito que nunca se inunda.
Explorando la selva
Ya no más recorridos en la ciudad. Escucho el llamado de la selva y estoy dispuesto a oírlo. Voy a navegar por el Amazonas, el soberano de los ríos, descubierto por Francisco de Orellana en 1542; internarme en el bosque desconocido y caminar por senderos rodeados de árboles que se proyectan al cielo, ocultando en su follaje enmarañado a monos chillones y aves de todos los colores.
Quiero encontrar la esencia de la naturaleza en uno de las zonas del mundo con mayor diversidad y riqueza biológica. La Amazonia es un paraíso salvaje, con árboles gigantescos de lupuna y cedro, y animales encantadores como los lobos de río o los delfines rosados, o, excesivamente fieros y astutos como el jaguar, el felino más grande de la selva.
Y zarpo en un mañana transparente. Navego hacia el norte por el Amazonas, el “río-mar” de impresionante grandeza. En sus riberas se divisan pequeños pueblos y comunidades: banderitas peruanas, chozas de palma, niños que saludan a los viajeros, y, también, las achacosas embarcaciones que brindan el servicio de colectivo, por las carreteras acuáticas de la selva.
Casi sin darnos cuenta, la embarcación (que no es una canoa, tampoco un ostentoso crucero), llega a la confluencia con el Napo, otro coloso fluvial que entrega generosamente sus aguas al río más caudaloso del planeta. Minutos después nos detenemos en una orilla enfangada, en las que unas maderas fungen de muelle. Bajamos en territorio Yagua.
Ahí nos recibe Mamerto, un hombre gordo y cetrino, apenas cubierto por una falda a tiritas, confeccionada con fibra de aguaje. “Soy el jefe”, dice para dejar en claro su autoridad, mientras blande una larga cerbatana hecha de pona (palmera) y juguetea con un dardo impregnado de veneno.
“Nos sirve para cazar, aunque cada vez hay menos animales”, comenta con nostalgia. Luego, nos invita a pasar a una choza en forma de cono, una construcción tradicional de los yaguas, una etnia que habita en las riberas de los ríos Amazonas, Nanay, Atacuari y otros afluentes cercanos. Su población total en el Perú bordea las 3 mil 500 habitantes.
En la comunidad de Mamerto viven sólo 25 personas. “Todos somos familia”, explica, mientras señala a los niños y a las mujeres (descalzas y con sus torsos desnudos) que me observan con serena curiosidad. “Aquí vivimos, esta es nuestra tierra. Nos sentimos libres”, comenta con enternecedora certeza, como si sus palabras revelaran la esencia de su antiguo pueblo.
¿Volverás?, pregunta y se despide el jefe yagua, antes de mi retorno al río. Al hacerlo me di cuenta que las horas habían volado, quizás porque aquí todo es inesperado, todo sorprende: los monos que van de árbol en árbol, las serpientes afaringas que se entrometen en el camino; los millones de sonidos que componen un extraño concierto.
Y es que la Amazonia peruana es un paraíso de la naturaleza, un gigante de 75 millones de hectáreas (59 por ciento del territorio nacional), surcado por ríos todopoderosos que se nutren de la lluvia persistente; es, además, el hogar de 950 comunidades indígenas, pertenecientes a 12 familias y 63 grupos etnolingüísticas. Ellos luchan por conservar sus tradiciones en este mundo cada vez más globalizado.
En su vastedad prodigiosa, existen 129 zonas de vida o ecosistemas, 5,354 especies endémicas de flora y una fauna variadísima y sorprendente, con 460 especies de mamíferos, 1,705 de aves, 365 de reptiles, 315 de anfibios y 855 tipos de peces atiborran sus ríos y cochas (datos del Instituto de Investigaciones de la Amazonía Peruana (IIAP).
Agoniza mi periplo en la Amazonía. No hay salida, tendré que volver a lquitos y luego a Lima, donde caeré en lo cotidiano. Sólo quisiera que esta noche, mi última noche en la selva, el reloj avanzara con pies de plomo y postergara la llegada del amanecer horas de horas. Pero no es posible, el tiempo es insobornable.
Renace el sol, entonces, repaso las cuentas de mi rosario aventurero, que incluyó serenas travesías por cochas “alfombradas” por plantas acuáticas como la victoria regia, agitados andares por caminos pletóricos de vida, la contemplación de un mágico atardecer sobre el río Amazonas y ceremonias con “shamanes” que entienden el lenguaje de los animales y las plantas.
Navegar y volver. Navegar y extrañar sin siquiera haber partido. Navegar y seguir siendo acorralado por el calor. Es curioso, ahora, esta frase, ya no me suena tan fea. (Fin de la aventura en Iquitos)
Comentarios
Pero lo que me parece imperdonable es que no te hayas quedado el fin de semana para que veas como se divierte la gente en el complejo del CNI con Explosión, y también en el Noa claro.
Ya volverás.
Mi única observación es que debería publicar un libro y resgistrar sus trabajos.
Saludos
Luz Marina
SABES, CADA VEZ QUE LEO TUS CRONICAS, DE VERDAD QUE ME ENTUSIASMA LA IDEA DE SER TU COMPAÑERO DE VIAJE, CLARO DESPUES DE GRADUARME COMO ING; Y SI TU QUISIERAS CLARO...
SUERTE AMIGO
*Y PASA LA VOZ SI TE ANIMAS POR LA POLLADA*
TU AMIGO : BADWIN
Cuidate y si hago la pollada al toque te aviso.
Saludos