En el año 2000, cuando desempeñaba mi labor periodística en el diario oficial El Peruano, fui comisionado para cubrir la representación anual de la pasión de Cristo en Lima, celebración religiosa que termina en la cumbre del cerro San Cristóbal, el legendario apu (montaña sagrada) de la capital peruana.
Han pasado 6 años desde entonces y Mario Valencia Rivadeneira sigue siendo Jesús en Semana Santa. Hoy, rescatamos esta nota del archivo para revivir los pasos de Cristo... el de Lima, el universal.
Caminas por el asfalto caliente, arrastrando una cruz que tu mismo te has impuesto. Y zigzagueas cuando un par de latigazos ardorosos enrojecen tu piel envuelta en sudor. No lloras, pero gritas, gimes, te desplomas y tus ojos se clavan en el cielo, con esperanza, con furia, con humildad. ¿Es de ahí de dónde sacas tu fuerza?
Por qué lo haces, ¿acaso sigues expiando los pecados de un tormentoso pasado? o ¿es que quieres demostrarles a todos el gran dolor que sufrió Cristo en su calvario?... pero a ¿quiénes? -te lo has preguntado-, porque la gente en vez de sentir compasión por ti, se burla y se mofa de tu sufrimiento, de tus caídas aparatosas -¿reales? o ¿actuadas?-, de tu sangre de aseptil rojo y tus costras de pegalotodo.
Sí, te lo debes haber preguntado desde la primera vez que decidiste ser Cristo en Semana Santa y representar la vida, pasión y muerte del hijo de Dios, del Mesías que murió en la Cruz para salvar a la humanidad de todos sus pecados.
Eso fue hace 18 años* y los que te conocen -Mario Valencia, así se llama el Cristo que en Semana Santa se crucifica en la cúspide del Cerro San Cristóbal- dicen que ahora tu ascenso es más lento y que te caes más. Es que el tiempo no pasa en vano y la Cruz es tan pesada (80 kilos) y el camino tan largo.
¿Qué te duele más? Los golpes que recibes en el camino o la indiferencia de los cientos, tal vez miles de curiosos que no te comprenden, que estallan en carcajadas cuando no puedes alzar tu Cruz y te lanzan botellas y corontas de choclo.
Sí, te das cuenta de la indiferencia y por esos te sales del libreto y gritas en tono redentor: Padre, perdona a esta gente que hoy se ríe, se mofa y se burla de mí. Perdónalos, no saben porque están aquí...entonces, todos cuchichean como si fueran escolares reñidos por la maestra.
Y una viejecita -mirada piadosa, rostro corrujado- comenta llena de ira: todo lo ven chiste estos chicos. No saben que Diosito los está escuchando allá arriba. ¿Dónde está la fe?
Quizás en los ojos de aquella viejecilla o en tu sufrimiento, y es que te deben doler las piernas, la espalda, la cabeza coronada de espina. Estás crucificado y pareces una sombra del hombre barbado, con impecable túnica blanca que curaba orates e invidentes en el anfiteatro del parque del Maestro en San Juan de Lurigancho.
Fue en ese lugar, donde al lado de tus compañeros del grupo de teatro Emmanuel, iniciaste tu calvario. Las escenas de los prodigiosos milagros de Cristo, se sucedieron como una catarata de esperanza, pero luego llegó la traición, el beso espurio, las calumnias de los sacerdotes, el pedido de muerte de un pueblo olvidadizo.
Los rayos del sol besaron tus primeras heridas, mientras caminabas por las calles de la vieja Lima, pero fueron las sombras del ocaso, las que cubrieron tu dolor en la cruz, después de un penoso ascenso que demoró cerca de dos horas.
Ya es de noche. Desde el San Cristóbal -con sus faldas incrustadas de ladrillos y adobes- la ciudad es un mar de luces a la deriva. La gente se va y siguen las bromas, las respiraciones agitadas, el desorden, el olor a sudor. ¿Alguien se acuerda de tu sufrimiento?
¿Dónde está la fe?, vuelvo a preguntar, pero ahora no la encuentro y sólo veo a la ciudad con sus destellos urbanos que intentan opacar las miserías diarias. Sólo veo indiferencia, una indiferencia que tratarás de borrar el próximo año. De eso no hay duda, Mario Valencia, el Cristo de la Semana Santa.
*La crónica fue escrita en el año 2000
Han pasado 6 años desde entonces y Mario Valencia Rivadeneira sigue siendo Jesús en Semana Santa. Hoy, rescatamos esta nota del archivo para revivir los pasos de Cristo... el de Lima, el universal.
Caminas por el asfalto caliente, arrastrando una cruz que tu mismo te has impuesto. Y zigzagueas cuando un par de latigazos ardorosos enrojecen tu piel envuelta en sudor. No lloras, pero gritas, gimes, te desplomas y tus ojos se clavan en el cielo, con esperanza, con furia, con humildad. ¿Es de ahí de dónde sacas tu fuerza?
Por qué lo haces, ¿acaso sigues expiando los pecados de un tormentoso pasado? o ¿es que quieres demostrarles a todos el gran dolor que sufrió Cristo en su calvario?... pero a ¿quiénes? -te lo has preguntado-, porque la gente en vez de sentir compasión por ti, se burla y se mofa de tu sufrimiento, de tus caídas aparatosas -¿reales? o ¿actuadas?-, de tu sangre de aseptil rojo y tus costras de pegalotodo.
Sí, te lo debes haber preguntado desde la primera vez que decidiste ser Cristo en Semana Santa y representar la vida, pasión y muerte del hijo de Dios, del Mesías que murió en la Cruz para salvar a la humanidad de todos sus pecados.
Eso fue hace 18 años* y los que te conocen -Mario Valencia, así se llama el Cristo que en Semana Santa se crucifica en la cúspide del Cerro San Cristóbal- dicen que ahora tu ascenso es más lento y que te caes más. Es que el tiempo no pasa en vano y la Cruz es tan pesada (80 kilos) y el camino tan largo.
¿Qué te duele más? Los golpes que recibes en el camino o la indiferencia de los cientos, tal vez miles de curiosos que no te comprenden, que estallan en carcajadas cuando no puedes alzar tu Cruz y te lanzan botellas y corontas de choclo.
Sí, te das cuenta de la indiferencia y por esos te sales del libreto y gritas en tono redentor: Padre, perdona a esta gente que hoy se ríe, se mofa y se burla de mí. Perdónalos, no saben porque están aquí...entonces, todos cuchichean como si fueran escolares reñidos por la maestra.
Y una viejecita -mirada piadosa, rostro corrujado- comenta llena de ira: todo lo ven chiste estos chicos. No saben que Diosito los está escuchando allá arriba. ¿Dónde está la fe?
Quizás en los ojos de aquella viejecilla o en tu sufrimiento, y es que te deben doler las piernas, la espalda, la cabeza coronada de espina. Estás crucificado y pareces una sombra del hombre barbado, con impecable túnica blanca que curaba orates e invidentes en el anfiteatro del parque del Maestro en San Juan de Lurigancho.
Fue en ese lugar, donde al lado de tus compañeros del grupo de teatro Emmanuel, iniciaste tu calvario. Las escenas de los prodigiosos milagros de Cristo, se sucedieron como una catarata de esperanza, pero luego llegó la traición, el beso espurio, las calumnias de los sacerdotes, el pedido de muerte de un pueblo olvidadizo.
Los rayos del sol besaron tus primeras heridas, mientras caminabas por las calles de la vieja Lima, pero fueron las sombras del ocaso, las que cubrieron tu dolor en la cruz, después de un penoso ascenso que demoró cerca de dos horas.
Ya es de noche. Desde el San Cristóbal -con sus faldas incrustadas de ladrillos y adobes- la ciudad es un mar de luces a la deriva. La gente se va y siguen las bromas, las respiraciones agitadas, el desorden, el olor a sudor. ¿Alguien se acuerda de tu sufrimiento?
¿Dónde está la fe?, vuelvo a preguntar, pero ahora no la encuentro y sólo veo a la ciudad con sus destellos urbanos que intentan opacar las miserías diarias. Sólo veo indiferencia, una indiferencia que tratarás de borrar el próximo año. De eso no hay duda, Mario Valencia, el Cristo de la Semana Santa.
*La crónica fue escrita en el año 2000
Comentarios
Y esta crónica, mi estimado Rolly, parece que hubiera sido escrito ayer, casi nada ha cambiado: el mismo personaje, la misma actitud de la gente...En fin...Todo casi sigue intacto. Todos, salvo la notoria vejez del "Cristo de Comas"...
Saludos
Saludos,
Saludos,