Como no hay primera sin segunda y además una es ninguna, el autor cumple con publicar la parte final de sus larguísimas reflexiones de escalofrío, con la única pretensión de calentar en algo el ambiente limeño.
Exijo una explicación
Al verme rodeado de tanta gente con frío, me doy cuenta que mi estrategia para enfrentar el invierno no es muy popular, quizás, porque solamente a un bicho raro que ve musas en las cousters, se le puede ocurrir que la mejor receta contra las bajas temperaturas, es la de no pecar por exceso ni por omisión.
Sé que se lee complicado y que más de uno exigirá una explicación, al mejor estilo de Condorito. En realidad, el asunto no es tan confuso y se puede sintetizar como un esfuerzo por no caer en los extremos, es decir, no abrigarse con severidad de esquimal ni andar medio culuncho como gringo en el Caribe.
La estrategia funciona bastante bien en Lima, pero es un auténtico fiasco en las alturas andinas. Y es que en más de una ocasión he estado a punto de convertirme en una estatua de hielo, por mi peregrina idea de no pecar por exceso ni omisión, máxima que en asuntos viajeros puede o debe traducirse, como la acción de no llevar muchas ni pocas chompas o casacas en la mochila.
Sólo lo justo o lo que uno cree que es lo justo para no morirse de hipotermia. Pero a veces los cálculos fallan y en ese paraje que uno imagino tibiecito y hasta querendón, hace un frío criminal, inédito e inesperado; entonces, empiezas a extrañar a ese polar que se quedó en el armario.
En esas circunstancias, mi preocupación mayor ya no es el “exceso” de peso sino el “exceso” de frío, porque ahora me falta abrigo… maldita sea mi suerte o mi necedad o mi falta de musculatura que me impide cargar una de esas mochilazas en las que entra una casa completa, con mascota incluida, por si acaso.
Confieso que en más de una oportunidad, el exceso y la omisión me han jugado malas o, mejor dicho, frías pasadas. Noches largas. Noche congelada en el interior de esa carpa frágil, delgada, apenas playera, en la que busqué refugio y protección en una noche de viento lacerante en los dominios del Coropuna, en la ruta a Cotahuasi (La Unión, Arequipa), el cañón más profundo del mundo.
Temblé y mis dientes castañearon. Angustia. Qué hacer o qué no hacer. ¿Aguantar?, ¿esperar resignadamente al sol?, ¿pedir ayuda?... ¿a quién?, a mis compañeros que roncaban de lo lindo en esa carpa convertida en tugurio, en dudoso bastión contra las inclemencias de la puna.
Pensar o intentar pensar. Nada, sólo los escalofríos y el “tac-tac-tac” irrefrenable de los dientes hasta que uno de tus compañeros se despierta, te mira, te atiende, te cubre con un papel plateado de apariencia interplanetaria. Dices gracias o intentas decirlo. Cesa el temblor de tu cuerpo, el castañeo, la angustia. Ya sabes que hacer: dormir, soñar y roncar hasta que aparezca el sol.
¡Ay, qué frío!
Ahora ya entiendo que es lo que buscaba mi musa. Ya sé cual era su propósito al proponerme aquel minuticidio. Ella quería que recordara esos instantes fríos, esas anécdotas invernales. Así tendría algo que contar hoy, algo que quizás, quién sabe, porqué no, podría servir para calentar el ánimo de los limeños y limeñas que hoy se sienten dentro de una nevera.
Anímense conciudadanos, total, aquí no hace tanto frío como en Pampas Galeras (Lucanas, Ayacucho), donde, después de achispar la conciencia con unos calentitos, se me congeló hasta el alma al retornar a mi refugio, el sencillo cuarto de una base militar abandonada.
Me tumbé en la cama. Una, dos, tres frazadas. Frío intenso, frío penetrante. Urgencia. Desenrollar la bolsa de dormir como último recurso. Nada, ni un poquito de calor; entonces, quieres salir en busca de más botellitas. Es tarde. La fiesta de la víspera del chaccu (esquila de la vicuña) ha terminado.
Sólo quedaba aguantar como los machos. Así lo hice en Galeras y también lo haría en Pacaipampa (Ayabaca, Piura), donde pecaste por omisión al no llevar nada de abrigo, en la creencia que dormirías en el pueblo y no al ladito de una laguna que estaba demasiado cerca al cielo.
Y lo volverías a hacer en el abra Málaga, en un azaroso viaje de retorno al Cusco, desde la verde y cálida Quillabamba. En aquella ocasión, este sector de la carretera había sido bloqueado por la nieve, con rapidez, destreza y contundencia que causaría la envidia de los piquetes huelguistas del Sutep.
“No hay pase”, dijo el conductor del bus a golpe de dos de la tarde. Esperar. Ver correr el reloj. Sentir hambre. No encontrar un lugar donde comer. “No hay pase”, repite a las seis. Sombras. Oscuridad. Frío. Acomodarse en el asiento y tratar de dormir como sea, cruzando los brazos, usando una delgada camiseta como manta, porque en Quillabamba hace calorcito. La ropa de abrigo se quedó en un hotel del Cusco.
A las doce de la noche, una figura fantasmal ofrece café caliente a los pasajeros. ¿Un sol o dos soles? Negocio redondo. Dame uno, por favor. Muy tarde, se acaba. Piña, recontra piña. Ya vuelvo, se compromete la señora. No lo hace. Nunca más aparece. Y te quedas con las ganas y te quedas con sed y hambre. Te quedas en un bus anclado en medio de la noche.
Despiertas. No hay pase, tampoco desayuno; pero si hay nieve, mucha nieve y vehículos detenidos. Tiempo de decisiones. Hora de arriesgarse, de bajar, de echarse a andar, de encontrar la punta de ese enredo motorizado y tirar dedo o seguir caminando hasta que aguanten las fuerzas, hasta que alguien se apiade de ti, viajero empapado y hambriento. Muerto de frío.
Y avanzas con pasos humedecidos. Una o dos horas. Ves una camioneta. Gritas, alzas los brazos. Te hacen caso. Agradeces. Subes a la tolva. Te sientas. Cierras los ojos, piensas en un caldo humeante y en la ropa abrigadoramente seca que te espera en el Cusco.
“Permiso, voy a bajar”, rompe el encanto del minuticidio, la voz del pasajero del mp3. Salgo de esa especie de trance al que me había conducido mi musa microbusera, mi musa escapista que se fue sin decir adiós. “Así son todas”, sentencio con tonito de amante resentido o de afanador fracasado al que le han dicho mil veces “sólo quiero ser tu amiga”.
Desaparece la inspiración. Ahora ya no hay pasajeras que parezcan modelos del polo norte ni voces enamoradas que pidan abrazos de osos para abrigar la mañana. Todo vuelve a su gris y fría cotidianeidad… “Habla chino, vas”.
Al verme rodeado de tanta gente con frío, me doy cuenta que mi estrategia para enfrentar el invierno no es muy popular, quizás, porque solamente a un bicho raro que ve musas en las cousters, se le puede ocurrir que la mejor receta contra las bajas temperaturas, es la de no pecar por exceso ni por omisión.
Sé que se lee complicado y que más de uno exigirá una explicación, al mejor estilo de Condorito. En realidad, el asunto no es tan confuso y se puede sintetizar como un esfuerzo por no caer en los extremos, es decir, no abrigarse con severidad de esquimal ni andar medio culuncho como gringo en el Caribe.
La estrategia funciona bastante bien en Lima, pero es un auténtico fiasco en las alturas andinas. Y es que en más de una ocasión he estado a punto de convertirme en una estatua de hielo, por mi peregrina idea de no pecar por exceso ni omisión, máxima que en asuntos viajeros puede o debe traducirse, como la acción de no llevar muchas ni pocas chompas o casacas en la mochila.
Sólo lo justo o lo que uno cree que es lo justo para no morirse de hipotermia. Pero a veces los cálculos fallan y en ese paraje que uno imagino tibiecito y hasta querendón, hace un frío criminal, inédito e inesperado; entonces, empiezas a extrañar a ese polar que se quedó en el armario.
En esas circunstancias, mi preocupación mayor ya no es el “exceso” de peso sino el “exceso” de frío, porque ahora me falta abrigo… maldita sea mi suerte o mi necedad o mi falta de musculatura que me impide cargar una de esas mochilazas en las que entra una casa completa, con mascota incluida, por si acaso.
Confieso que en más de una oportunidad, el exceso y la omisión me han jugado malas o, mejor dicho, frías pasadas. Noches largas. Noche congelada en el interior de esa carpa frágil, delgada, apenas playera, en la que busqué refugio y protección en una noche de viento lacerante en los dominios del Coropuna, en la ruta a Cotahuasi (La Unión, Arequipa), el cañón más profundo del mundo.
Temblé y mis dientes castañearon. Angustia. Qué hacer o qué no hacer. ¿Aguantar?, ¿esperar resignadamente al sol?, ¿pedir ayuda?... ¿a quién?, a mis compañeros que roncaban de lo lindo en esa carpa convertida en tugurio, en dudoso bastión contra las inclemencias de la puna.
Pensar o intentar pensar. Nada, sólo los escalofríos y el “tac-tac-tac” irrefrenable de los dientes hasta que uno de tus compañeros se despierta, te mira, te atiende, te cubre con un papel plateado de apariencia interplanetaria. Dices gracias o intentas decirlo. Cesa el temblor de tu cuerpo, el castañeo, la angustia. Ya sabes que hacer: dormir, soñar y roncar hasta que aparezca el sol.
¡Ay, qué frío!
Ahora ya entiendo que es lo que buscaba mi musa. Ya sé cual era su propósito al proponerme aquel minuticidio. Ella quería que recordara esos instantes fríos, esas anécdotas invernales. Así tendría algo que contar hoy, algo que quizás, quién sabe, porqué no, podría servir para calentar el ánimo de los limeños y limeñas que hoy se sienten dentro de una nevera.
Anímense conciudadanos, total, aquí no hace tanto frío como en Pampas Galeras (Lucanas, Ayacucho), donde, después de achispar la conciencia con unos calentitos, se me congeló hasta el alma al retornar a mi refugio, el sencillo cuarto de una base militar abandonada.
Me tumbé en la cama. Una, dos, tres frazadas. Frío intenso, frío penetrante. Urgencia. Desenrollar la bolsa de dormir como último recurso. Nada, ni un poquito de calor; entonces, quieres salir en busca de más botellitas. Es tarde. La fiesta de la víspera del chaccu (esquila de la vicuña) ha terminado.
Sólo quedaba aguantar como los machos. Así lo hice en Galeras y también lo haría en Pacaipampa (Ayabaca, Piura), donde pecaste por omisión al no llevar nada de abrigo, en la creencia que dormirías en el pueblo y no al ladito de una laguna que estaba demasiado cerca al cielo.
Y lo volverías a hacer en el abra Málaga, en un azaroso viaje de retorno al Cusco, desde la verde y cálida Quillabamba. En aquella ocasión, este sector de la carretera había sido bloqueado por la nieve, con rapidez, destreza y contundencia que causaría la envidia de los piquetes huelguistas del Sutep.
“No hay pase”, dijo el conductor del bus a golpe de dos de la tarde. Esperar. Ver correr el reloj. Sentir hambre. No encontrar un lugar donde comer. “No hay pase”, repite a las seis. Sombras. Oscuridad. Frío. Acomodarse en el asiento y tratar de dormir como sea, cruzando los brazos, usando una delgada camiseta como manta, porque en Quillabamba hace calorcito. La ropa de abrigo se quedó en un hotel del Cusco.
A las doce de la noche, una figura fantasmal ofrece café caliente a los pasajeros. ¿Un sol o dos soles? Negocio redondo. Dame uno, por favor. Muy tarde, se acaba. Piña, recontra piña. Ya vuelvo, se compromete la señora. No lo hace. Nunca más aparece. Y te quedas con las ganas y te quedas con sed y hambre. Te quedas en un bus anclado en medio de la noche.
Despiertas. No hay pase, tampoco desayuno; pero si hay nieve, mucha nieve y vehículos detenidos. Tiempo de decisiones. Hora de arriesgarse, de bajar, de echarse a andar, de encontrar la punta de ese enredo motorizado y tirar dedo o seguir caminando hasta que aguanten las fuerzas, hasta que alguien se apiade de ti, viajero empapado y hambriento. Muerto de frío.
Y avanzas con pasos humedecidos. Una o dos horas. Ves una camioneta. Gritas, alzas los brazos. Te hacen caso. Agradeces. Subes a la tolva. Te sientas. Cierras los ojos, piensas en un caldo humeante y en la ropa abrigadoramente seca que te espera en el Cusco.
“Permiso, voy a bajar”, rompe el encanto del minuticidio, la voz del pasajero del mp3. Salgo de esa especie de trance al que me había conducido mi musa microbusera, mi musa escapista que se fue sin decir adiós. “Así son todas”, sentencio con tonito de amante resentido o de afanador fracasado al que le han dicho mil veces “sólo quiero ser tu amiga”.
Desaparece la inspiración. Ahora ya no hay pasajeras que parezcan modelos del polo norte ni voces enamoradas que pidan abrazos de osos para abrigar la mañana. Todo vuelve a su gris y fría cotidianeidad… “Habla chino, vas”.
Comentarios
NO SE POR QUE PERO SE SIENTE ALGO PERSONAL AHI MASTER...¿SERA CIERTO ESTO?....RESPONDA JAJAJ..ASI SON ESAS WONAS...AJAA
rody
En Explorando se respeta profundamente a la mujeres, más allá de algunos tropiezos, de esos que nunca falta en los caminos.
Saludos,
jajaja y otras menos ,,,se respeta
Ropdiu