Rostros que asoman tras aquella puerta simbólicamente real que nos lleva a descubrir las alturas huanuqueñas. Hijos de los Andes, hombres y mujeres de altura, niños de mejillas cárdenas, quemadas por el sol y el viento. Gente que comulga con la tierra y las montañas. Pastores, arrieros, campesinos de manos sarmentosas. Herederos de una cultura legendaria.
Sombreros, ponchos, polleras. Colores intensos, vistosos, llamativos que contrastan con la orfandad cromática del uniforme escolar, tan opaco, tan gris, tan fuera de sitio en comunidades que resplandecen bajo los rayos de un sol vigoroso, liberado de nubes y de sombras.
Miradas, rostros, voces que nadie escucha. Palabras, sentires, inquietudes sempiternas que no rebasan aún, esa oprobiosa puerta de indiferencia y olvido que divide al Perú entre lo urbano y lo rural, entre lo moderno y lo antiguo, entre lo andino y lo occidental.
Cómo derribar esa puerta, cómo mantenerla abierta para que todas las miradas y voces sean importantes. La del niño que te observa con sorpresa en Pampa Florida, la del hombre que parece evocar el pasado en el complejo arqueológico de Susupillo, de las señoras que descansan sus trajines agrícolas en el atrio del templo de Tantamayo.
Sí, las miradas y las voces de todos. Sólo así podremos abrir la puerta.
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