
Esa extraña conjunción entre el desierto y el mar, es uno de los rasgos característicos de la costa peruana, una estrecha franja geográfica de 250 kilómetros de ancho a los pies de la cordillera de los Andes, que cobija un rosario de pueblos pintorescos, una sucesión de deliciosas caletas pesqueras y un sinfín de playas serenas o de olas beligerantes, propicias para los retos de adrenalina de los deportes náuticos.
Más de tres mil kilómetros de norte a sur, desde la frontera con el Ecuador hasta los límites con Chile. Más de tres mil kilómetros de baños prolongados y siestas en la orilla, que hacen del antiguo país de los Incas, un auténtico deleite para los admiradores del océano.

Y fueron esas aguas, con su vaivén eterno, las que trajeron a Naylamp y Takaynamo, los ¿dioses?, los ¿hombres? que sembraron la semilla civilizadora en el norte del Perú, cuando los incas ni asomaban en el espectro cultural andino.
Con el tiempo, la semilla germinó y en los valles milagrosos de la costa –lunares de verdor en la piel del desierto- se hicieron fuerte los moches y los chimus, dos de las grandes culturas de la América precolombina.

Por su aura legendaria, su trascendencia histórica, su kilométrica amplitud, su geografía contrastante, sus paisajes irresistibles y hasta por su fabulosa gastronomía, el mar es un escenario perfecto para bañarse de libertad bajo los abrasadores rayos del sol y las relajantes caricias del océano.
Las opciones playeras son amplísimas como un abanico veraniego. Norte o sur. ¿Hacia a dónde ir? Piense, sueñe, imagine el canto del viento y el rumor de las olas y... aún sigue leyéndonos. Que espera para partir en busca del Pacífico, para disfrutar -aunque sea invierno- del espejismo salvador que se convierte en realidad tras el desierto costero del Perú.
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