Cuando calienta el sol
En la tierra del algarrobo
Un caluroso recorrido por Túcume, Motupe, Ferreñafe y Zaña
Viajero: Rolly Valdivia Chávez
Quizás lo mejor sería no contar esta aventura y dejar que los sucesos se empolven en algún lugar de la memoria... “porque nadie le va a creer, amigo, van a decir más bien que usted es loquito”, aconseja un hombre trejo que ve pasar la noche desde el umbral de su puerta, mientras espanta zancudos y acomoda su modorra en una chirriante perezosa.
Pero en la vida hay que correr riesgos, sino, dónde está la gracia; además, no será la primera vez que me tilden de loco, calificativo que no me molesta demasiado, porque en la locura hay destellos de genialidad. Así, que desoyendo los consejos del hombre de la eterna modorra, voy a redactar una historia que estaba destinada a quedarse en el olvido.
Eso sí, recomendamos a las personas incrédulas y escépticas, obviar algunos párrafos de este texto, así se libran de un colerón innecesario en estos tiempos ya de por sí cargados de tensión y angustia; y, de paso, le evitan a este cronista la vergüenza de que se ponga en duda su honestidad periodística, porque el relato que usted leerá, es la pura verdad aunque en ciertas partes parezca pura mentira.
Una advertencia final, el viajero asegura que los sucesos a narrar no son consecuencia del achicharrante sol del norte ni de algún extraño brebaje o artilugio de hechicería...ah, porque Túcume –el punto de inicio de esta aventura- es tierra de enigmáticos y célebres curanderos y brujos, “pero de los blancos, por si acaso, no de maleros como los de Salas”, se ufanan los pobladores.
Túcume, la última capital de la cultura Lambayeque, se encuentra a 33 kilómetros al norte de Chiclayo, en el valle del río la Leche. Es un pueblo pequeño y polvoriento, de casas de adobe que parecen a punto de venirse abajo... pero que nunca se caen, como si estuvieran contagiadas de la calurosa pereza, de la tibia laxitud cortesía de un sol salido del desierto.
No sirve de nada la sudorosa frialdad de los vasos de raspadilla ni la agria acidez de la chicha de jora ni el fresco jugo del limón en los platos de ceviche con sarandaja (frijol )... el calor siempre se impone, siempre está ahí como aquellas pirámides enigmáticas construidas por los descendientes de Naylamp (ave o gallina de mar), que desembarcó con un gran séquito en las costas norteñas.
En este pedazo del desierto norteño, donde crecen heroicamente los algarrobos, se encuentran 26 pirámides de barro y adobe, destacando la Huaca Larga, las Estacas, y el Mirador, además de otras estructuras como plazas, patios, sistemas de canales, murallas y un promontorio llamado el Purgatorio, que muy probablemente haya sido un lugar de culto.
Es lamentable, pero algunas de las pirámides y de los restos arqueológicos han sido acorralados por la población. “Es culpa del fenómeno de El Niño”, se excusan ellos y la respuesta no sorprende, porque desde tiempos inmemoriales en esta región del país, los cambios climatológicos han determinado la extinción de culturas y promisorios imperios, la migración o desaparición de pueblos enteros.
Desde los umbrales de sus puertas, los tucumanos ven pasar las horas, los días, los meses y los años, pero nunca ven pasar al calor que los derrite, los aburre; a veces tentando al marasmo, otras, molestándolos tanto o más que los escuadrones de mosquitos y zancudos que revolotean sin parar, pretendiendo clavar impunemente sus aguijones.
“Hay que aguantarlos nomás”, dice con buen humor un parcelero hundido en un cultivo de arroz –el sembrío principal de la zona y culpable directo de la presencia de los zumbantes insectos- aunque él no tiene la misma condescendencia con la mala hierba, porque “a esa nunca le cae plaga y crece sin cuidarla”, refunfuña con la resignación del soldado que sabe que perderá la batalla, pero igual lucha.
Viajeros humedecidos
Basta de advertencias e historias de brujos y pirámides, volvamos al suceso que quizás no deberíamos contar...
Una camioneta se detiene en la berma de la Panamericana Norte, un hombre salta de la tolva y se acerca a un grupo de mujeres tostadas por el sol. Se intercambian palabras que no se escuchan; se dibujan señas y gestos incomprensibles. Se difuminan sonrisas en una tarde aprisionada por el calor, una tarde de viento exiguo y nubes ausentes.
El hombre vuelve y la camioneta toma un desvío. Se aleja de la carretera asfaltada. Se levantan columnas de tierra y polvo, brumosas, densas, casi idénticas a las que sólo unas horas antes la cubrieron por completo en las cercanías de un lugar de milagros y plegarias atendidas, de penitentes que saldan sus deudas de fe y peregrinos que buscan remedios para los dolores del alma.
Caminos similares en búsqueda de dos atractivos distintos. Ahora es Apurlec, unos restos arqueológicos que habrían sido ocupados por un pueblo anterior a Chimú,
en la mañana fue Motupe y sus tierras ahítas de verdor, Motupe y esa gruta húmeda y silenciosa convertida en Santuario; Motupe y su cruz hacedora de milagros, capaz de resolver hasta los problemas imposibles.
Querida, reverenciada y festejada los 5 de agosto, la Cruz de Motupe se encuentra en la cima del cerro Chalpón (razón por la que se le conoce también con ese nombre). Hasta ahí suben los devotos, reviviendo los pasos de José Mercedes Anteparra y Rudesindo Ramírez, quienes hallaron ese símbolo de la cristiandad de madera guayacán y 1 metro 60 de altura, que salvaría al pueblo de todos los males.
Eso fue en 1868, cuando se anunció un cataclismo de proporciones universales. Los motupanos, a pesar de su desesperación, recordaron las palabras del anacoreta Juan Agustín de Abad, quien proclamó que después de su muerte deberían de buscar la Cruz que lo acompañaba en su gruta, porque ésta protegería y libraría al pueblo de desastres y desgracias. Y así lo hicieron. Así nació el culto. Así nació una fiesta de fe...
Desaparecen las brumas. Ya no estamos en Motupe –pueblo localizado a 46 kilómetros al norte de Túcume y a 79 de Chiclayo- sino en la senda dispareja que conduce a Apurlec, pero los restos no se ven por ninguna parte. La noche acecha, se despliegan las primeras mantas de la oscuridad... “señorita, dónde están las ruinas”, “tienen que subir ese monte, debajo de lo verde están”.
Hasta este punto de la historia no hay nada sorprendente ni fuera de lo común, tampoco ocurrió nada extraordinario cuando se abandonó la camioneta... pero todo cambió al darse los primeros pasos; entonces, lo imposible si hizo posible y lo increíble, por la fuerza de los acontecimientos, se hizo creíble.
Algo raro ocurría. No era normal. Sería el espíritu de Santos Vera, el mítico brujo tucumano que era tan poderoso que sus paisanos decían “Dios en el cielo y Santos Vera en la tierra” y lo creían tan fervientemente que alguna vez aquel hombre que hablaba con las fuerzas oscuras se convirtió en alcalde del pueblo, derrotero seguido por uno de sus hijos, que hasta hoy atiende en un rincón del Túcume viejo.
O fueron los dioses prehispánicos los que enviaron esa lluvia descabellada, inusual e inexplicable, porque dónde se ha visto –exceptuando los dibujos animados- que una nube rechoncha de lluvia aparezca en cuestión de segundos en un cielo despejado e inicie una certera persecución, derramando sus explosivas y persistentes lágrimas sólo sobre las cabezas de los ya humedecidos visitantes.
Pero la cosa no quedó ahí. Los frustrados “descubridores” de Apurlec –restos arqueológicos localizados a 31 kilómetros al norte de Túcume- regresaron a la camioneta, sufriendo la tenaz persecución de la nube, que sólo desapareció cuando el vehículo retornó a la Panamericana Norte.
La noche adelantó su llegada. El pueblo seguía sumido en la quietud...¿alguien creería nuestra historia?
Un algarrobo milenario
Ahora sí, estimado lector, puede leer con total tranquilidad los párrafos siguientes, porque ya no escribiremos de nubes afanadas en húmedas persecuciones. De ahora en adelante, el texto transcurrirá por las vías normales sin brujos ni maldiciones de dioses prehispánicos. Sólo datos y pinceladas descriptivas de árboles milenarios, de huacas que limitan con el horizonte y una iglesia asediada por gallinazos.
Retorcido, añejo y de formas caprichosas. Una cruz le hace compañía y en su base bailotea la llama de una vela. La luz es incierta, las ramas absorben o secuestran los brillantes rayos del sol, creando sombras y claro oscuros en los aproximadamente 300 metros cuadrados que ocupa ese viejo algarrobo, conocido como el árbol milenario.
Ya no estamos en Túcume con sus enhiestas pirámides ni en Motupe con su cruz milagrosa. Estamos en el Santuario Histórico Bosque de Pomac, en la provincia de Ferreñafe, un área en la que se busca proteger el bosque natural de algarrobo (Prosopis sp.) más extenso de la costa peruana.
“Vamos a ver los algarrobos”, comunicó el Chiclayanito, el aguerrido conductor de uno de los vehículos de la Municipalidad de Túcume -cedido por el alcalde Carlos Santamaría Baldera para facilitar nuestro recorrido norteño- mientras esquivaba con pulso y precisión digna de un cirujano, a un pobre burro que luego de cometer una proverbial “burrada”, se había caído de patas abiertas en mitad del camino.
Durante el trayecto hacía el mundo de los algarrobos, el hábil conductor nos habló de Ferreñafe –a 13 kilómetros al sur de Túcume y a 20 de Chiclayo- nos dijo que era un lugar tranquilo, con casonas republicanas que rodean la plaza principal y la iglesia de Santa Lucía, que a la sazón era la patrona de la ciudad fundada en 1550.
Lo que no nos dijo –quizás por olvido, tal vez por desgano- es que en las cruces que coronan sus campanarios, era posible divisar un par de gallinazos, descansando plácida y tranquilamente; y, que muy cerca de la ciudad, se hallaba el moderno Museo Nacional Sicán, una joya que merece ser visitada.
Pese a los olvidos, el hombre cumplió con su palabra. Ya estábamos en el sinfín de algarrobos, ese árbol longevo de tronco retorcido que alcanza hasta 18 metros de altura y dos metros de diámetro y que por su habilidad para captar nitrógeno y agua, a través sus largas raíces, puede vivir en el desierto; además, produce una vaina que tiene entre 16 y 30 centímetros de largo.
Eso no es todo. Desde el bosque observamos el lejano perfil de la huaca el Loro, una de las pirámides de barro construida por los hombres de Sicán, ese pueblo que era desconocido hasta que los estudios del arqueólogo japonés Izumi Shimada, determinaron que muchos hallazgos y piezas de gran valor atribuidas al pueblo Chimú, pertenecían a esta cultura perdida en los meandros de la historia.
La tiranía del espacio
La tiranía de las líneas y caracteres vuelve a imponer su yugo. Inspiración resumida, cercenada por el espacio limitado...ah, y hay tanto por relatar, tantas anécdotas por contar... ¿ya hemos escrito de Lambayeque?, esa ciudad sosegada, donde se encuentra el balcón más largo del Perú, un monumento nacional que encaja y conjuga con la belleza de las casonas antiguas y la emblemática Catedral.
¿Hemos escrito de Chiclayo?...la bulliciosa capital del departamento creada el 18 de abril 1835, con su constante ir y venir, su inagotable actividad comercial, sus mujeres lindas de primorosas sonrisas, y esa singular Plaza de Armas, un poco larga, tal vez un poco desordenada, pero siempre ajetreada, siempre concurrida.
Se agota el espacio y no hemos escrito de Eten (a 55 kilómetros de Túcume y 22 de Chiclayo) y su muelle quebrado, sus casas detenidas en el tiempo, sus vagones de trenes abandonados y el orgullo de ser la tercera ciudad eucarística del mundo, porque en 1649 el niño Jesús apareció, travieso y juguetón, en la custodia del templo.
Queda muy poco y nos falta detenernos en Zaña, la ciudad castigada por Dios, debido a los excesos mundanos, el desenfreno, los bailes sensuales y lujuriosos de mulatos y negros frente a los atrios de los templos y conventos, símbolos de una fe que se tambaleaba ante los arrebatos libertinos de hombres y mujeres seducidos por el dinero.
Pero la paciencia de Dios no es ilimitada. La ciudad envanecida por sus riquezas seguía su ritmo frenético. De nada sirvieron las advertencias ni los llamados de atención de las autoridades eclesiásticas, tampoco recapacitaron cuando el pirata inglés Eduardo Davis, saqueó e incendió Santiago de Miraflores de Zaña, el 4 de marzo de 1686.
Ahora sólo quedan las ruinas. La furia celestial arrasó las casas y los templos. El castigo había llegado con las embravecidas aguas de un río que rompió su cauce para inundarlos todo. Zaña nunca se recuperó. Nunca más los arrebatos, nunca más el despilfarro. Sólo el recuerdo, la pena inacabable por esas columnas y esas fachadas debilitadas que aún existen en la ciudad.
Se acabó el espacio. La historia culmina. El frío del otoño limeño comienza a sentirse...hum, parece increíble, al terminar de escribir esta nota se extraña el calor del norte...también las raspadillas, la chicha y el cebiche con sarandaja.
Publicado en la revista Andares
En la tierra del algarrobo
Un caluroso recorrido por Túcume, Motupe, Ferreñafe y Zaña
Viajero: Rolly Valdivia Chávez
Quizás lo mejor sería no contar esta aventura y dejar que los sucesos se empolven en algún lugar de la memoria... “porque nadie le va a creer, amigo, van a decir más bien que usted es loquito”, aconseja un hombre trejo que ve pasar la noche desde el umbral de su puerta, mientras espanta zancudos y acomoda su modorra en una chirriante perezosa.
Pero en la vida hay que correr riesgos, sino, dónde está la gracia; además, no será la primera vez que me tilden de loco, calificativo que no me molesta demasiado, porque en la locura hay destellos de genialidad. Así, que desoyendo los consejos del hombre de la eterna modorra, voy a redactar una historia que estaba destinada a quedarse en el olvido.
Eso sí, recomendamos a las personas incrédulas y escépticas, obviar algunos párrafos de este texto, así se libran de un colerón innecesario en estos tiempos ya de por sí cargados de tensión y angustia; y, de paso, le evitan a este cronista la vergüenza de que se ponga en duda su honestidad periodística, porque el relato que usted leerá, es la pura verdad aunque en ciertas partes parezca pura mentira.
Una advertencia final, el viajero asegura que los sucesos a narrar no son consecuencia del achicharrante sol del norte ni de algún extraño brebaje o artilugio de hechicería...ah, porque Túcume –el punto de inicio de esta aventura- es tierra de enigmáticos y célebres curanderos y brujos, “pero de los blancos, por si acaso, no de maleros como los de Salas”, se ufanan los pobladores.
Túcume, la última capital de la cultura Lambayeque, se encuentra a 33 kilómetros al norte de Chiclayo, en el valle del río la Leche. Es un pueblo pequeño y polvoriento, de casas de adobe que parecen a punto de venirse abajo... pero que nunca se caen, como si estuvieran contagiadas de la calurosa pereza, de la tibia laxitud cortesía de un sol salido del desierto.
No sirve de nada la sudorosa frialdad de los vasos de raspadilla ni la agria acidez de la chicha de jora ni el fresco jugo del limón en los platos de ceviche con sarandaja (frijol )... el calor siempre se impone, siempre está ahí como aquellas pirámides enigmáticas construidas por los descendientes de Naylamp (ave o gallina de mar), que desembarcó con un gran séquito en las costas norteñas.
En este pedazo del desierto norteño, donde crecen heroicamente los algarrobos, se encuentran 26 pirámides de barro y adobe, destacando la Huaca Larga, las Estacas, y el Mirador, además de otras estructuras como plazas, patios, sistemas de canales, murallas y un promontorio llamado el Purgatorio, que muy probablemente haya sido un lugar de culto.
Es lamentable, pero algunas de las pirámides y de los restos arqueológicos han sido acorralados por la población. “Es culpa del fenómeno de El Niño”, se excusan ellos y la respuesta no sorprende, porque desde tiempos inmemoriales en esta región del país, los cambios climatológicos han determinado la extinción de culturas y promisorios imperios, la migración o desaparición de pueblos enteros.
Desde los umbrales de sus puertas, los tucumanos ven pasar las horas, los días, los meses y los años, pero nunca ven pasar al calor que los derrite, los aburre; a veces tentando al marasmo, otras, molestándolos tanto o más que los escuadrones de mosquitos y zancudos que revolotean sin parar, pretendiendo clavar impunemente sus aguijones.
“Hay que aguantarlos nomás”, dice con buen humor un parcelero hundido en un cultivo de arroz –el sembrío principal de la zona y culpable directo de la presencia de los zumbantes insectos- aunque él no tiene la misma condescendencia con la mala hierba, porque “a esa nunca le cae plaga y crece sin cuidarla”, refunfuña con la resignación del soldado que sabe que perderá la batalla, pero igual lucha.
Viajeros humedecidos
Basta de advertencias e historias de brujos y pirámides, volvamos al suceso que quizás no deberíamos contar...
Una camioneta se detiene en la berma de la Panamericana Norte, un hombre salta de la tolva y se acerca a un grupo de mujeres tostadas por el sol. Se intercambian palabras que no se escuchan; se dibujan señas y gestos incomprensibles. Se difuminan sonrisas en una tarde aprisionada por el calor, una tarde de viento exiguo y nubes ausentes.
El hombre vuelve y la camioneta toma un desvío. Se aleja de la carretera asfaltada. Se levantan columnas de tierra y polvo, brumosas, densas, casi idénticas a las que sólo unas horas antes la cubrieron por completo en las cercanías de un lugar de milagros y plegarias atendidas, de penitentes que saldan sus deudas de fe y peregrinos que buscan remedios para los dolores del alma.
Caminos similares en búsqueda de dos atractivos distintos. Ahora es Apurlec, unos restos arqueológicos que habrían sido ocupados por un pueblo anterior a Chimú,
en la mañana fue Motupe y sus tierras ahítas de verdor, Motupe y esa gruta húmeda y silenciosa convertida en Santuario; Motupe y su cruz hacedora de milagros, capaz de resolver hasta los problemas imposibles.
Querida, reverenciada y festejada los 5 de agosto, la Cruz de Motupe se encuentra en la cima del cerro Chalpón (razón por la que se le conoce también con ese nombre). Hasta ahí suben los devotos, reviviendo los pasos de José Mercedes Anteparra y Rudesindo Ramírez, quienes hallaron ese símbolo de la cristiandad de madera guayacán y 1 metro 60 de altura, que salvaría al pueblo de todos los males.
Eso fue en 1868, cuando se anunció un cataclismo de proporciones universales. Los motupanos, a pesar de su desesperación, recordaron las palabras del anacoreta Juan Agustín de Abad, quien proclamó que después de su muerte deberían de buscar la Cruz que lo acompañaba en su gruta, porque ésta protegería y libraría al pueblo de desastres y desgracias. Y así lo hicieron. Así nació el culto. Así nació una fiesta de fe...
Desaparecen las brumas. Ya no estamos en Motupe –pueblo localizado a 46 kilómetros al norte de Túcume y a 79 de Chiclayo- sino en la senda dispareja que conduce a Apurlec, pero los restos no se ven por ninguna parte. La noche acecha, se despliegan las primeras mantas de la oscuridad... “señorita, dónde están las ruinas”, “tienen que subir ese monte, debajo de lo verde están”.
Hasta este punto de la historia no hay nada sorprendente ni fuera de lo común, tampoco ocurrió nada extraordinario cuando se abandonó la camioneta... pero todo cambió al darse los primeros pasos; entonces, lo imposible si hizo posible y lo increíble, por la fuerza de los acontecimientos, se hizo creíble.
Algo raro ocurría. No era normal. Sería el espíritu de Santos Vera, el mítico brujo tucumano que era tan poderoso que sus paisanos decían “Dios en el cielo y Santos Vera en la tierra” y lo creían tan fervientemente que alguna vez aquel hombre que hablaba con las fuerzas oscuras se convirtió en alcalde del pueblo, derrotero seguido por uno de sus hijos, que hasta hoy atiende en un rincón del Túcume viejo.
O fueron los dioses prehispánicos los que enviaron esa lluvia descabellada, inusual e inexplicable, porque dónde se ha visto –exceptuando los dibujos animados- que una nube rechoncha de lluvia aparezca en cuestión de segundos en un cielo despejado e inicie una certera persecución, derramando sus explosivas y persistentes lágrimas sólo sobre las cabezas de los ya humedecidos visitantes.
Pero la cosa no quedó ahí. Los frustrados “descubridores” de Apurlec –restos arqueológicos localizados a 31 kilómetros al norte de Túcume- regresaron a la camioneta, sufriendo la tenaz persecución de la nube, que sólo desapareció cuando el vehículo retornó a la Panamericana Norte.
La noche adelantó su llegada. El pueblo seguía sumido en la quietud...¿alguien creería nuestra historia?
Un algarrobo milenario
Ahora sí, estimado lector, puede leer con total tranquilidad los párrafos siguientes, porque ya no escribiremos de nubes afanadas en húmedas persecuciones. De ahora en adelante, el texto transcurrirá por las vías normales sin brujos ni maldiciones de dioses prehispánicos. Sólo datos y pinceladas descriptivas de árboles milenarios, de huacas que limitan con el horizonte y una iglesia asediada por gallinazos.
Retorcido, añejo y de formas caprichosas. Una cruz le hace compañía y en su base bailotea la llama de una vela. La luz es incierta, las ramas absorben o secuestran los brillantes rayos del sol, creando sombras y claro oscuros en los aproximadamente 300 metros cuadrados que ocupa ese viejo algarrobo, conocido como el árbol milenario.
Ya no estamos en Túcume con sus enhiestas pirámides ni en Motupe con su cruz milagrosa. Estamos en el Santuario Histórico Bosque de Pomac, en la provincia de Ferreñafe, un área en la que se busca proteger el bosque natural de algarrobo (Prosopis sp.) más extenso de la costa peruana.
“Vamos a ver los algarrobos”, comunicó el Chiclayanito, el aguerrido conductor de uno de los vehículos de la Municipalidad de Túcume -cedido por el alcalde Carlos Santamaría Baldera para facilitar nuestro recorrido norteño- mientras esquivaba con pulso y precisión digna de un cirujano, a un pobre burro que luego de cometer una proverbial “burrada”, se había caído de patas abiertas en mitad del camino.
Durante el trayecto hacía el mundo de los algarrobos, el hábil conductor nos habló de Ferreñafe –a 13 kilómetros al sur de Túcume y a 20 de Chiclayo- nos dijo que era un lugar tranquilo, con casonas republicanas que rodean la plaza principal y la iglesia de Santa Lucía, que a la sazón era la patrona de la ciudad fundada en 1550.
Lo que no nos dijo –quizás por olvido, tal vez por desgano- es que en las cruces que coronan sus campanarios, era posible divisar un par de gallinazos, descansando plácida y tranquilamente; y, que muy cerca de la ciudad, se hallaba el moderno Museo Nacional Sicán, una joya que merece ser visitada.
Pese a los olvidos, el hombre cumplió con su palabra. Ya estábamos en el sinfín de algarrobos, ese árbol longevo de tronco retorcido que alcanza hasta 18 metros de altura y dos metros de diámetro y que por su habilidad para captar nitrógeno y agua, a través sus largas raíces, puede vivir en el desierto; además, produce una vaina que tiene entre 16 y 30 centímetros de largo.
Eso no es todo. Desde el bosque observamos el lejano perfil de la huaca el Loro, una de las pirámides de barro construida por los hombres de Sicán, ese pueblo que era desconocido hasta que los estudios del arqueólogo japonés Izumi Shimada, determinaron que muchos hallazgos y piezas de gran valor atribuidas al pueblo Chimú, pertenecían a esta cultura perdida en los meandros de la historia.
La tiranía del espacio
La tiranía de las líneas y caracteres vuelve a imponer su yugo. Inspiración resumida, cercenada por el espacio limitado...ah, y hay tanto por relatar, tantas anécdotas por contar... ¿ya hemos escrito de Lambayeque?, esa ciudad sosegada, donde se encuentra el balcón más largo del Perú, un monumento nacional que encaja y conjuga con la belleza de las casonas antiguas y la emblemática Catedral.
¿Hemos escrito de Chiclayo?...la bulliciosa capital del departamento creada el 18 de abril 1835, con su constante ir y venir, su inagotable actividad comercial, sus mujeres lindas de primorosas sonrisas, y esa singular Plaza de Armas, un poco larga, tal vez un poco desordenada, pero siempre ajetreada, siempre concurrida.
Se agota el espacio y no hemos escrito de Eten (a 55 kilómetros de Túcume y 22 de Chiclayo) y su muelle quebrado, sus casas detenidas en el tiempo, sus vagones de trenes abandonados y el orgullo de ser la tercera ciudad eucarística del mundo, porque en 1649 el niño Jesús apareció, travieso y juguetón, en la custodia del templo.
Queda muy poco y nos falta detenernos en Zaña, la ciudad castigada por Dios, debido a los excesos mundanos, el desenfreno, los bailes sensuales y lujuriosos de mulatos y negros frente a los atrios de los templos y conventos, símbolos de una fe que se tambaleaba ante los arrebatos libertinos de hombres y mujeres seducidos por el dinero.
Pero la paciencia de Dios no es ilimitada. La ciudad envanecida por sus riquezas seguía su ritmo frenético. De nada sirvieron las advertencias ni los llamados de atención de las autoridades eclesiásticas, tampoco recapacitaron cuando el pirata inglés Eduardo Davis, saqueó e incendió Santiago de Miraflores de Zaña, el 4 de marzo de 1686.
Ahora sólo quedan las ruinas. La furia celestial arrasó las casas y los templos. El castigo había llegado con las embravecidas aguas de un río que rompió su cauce para inundarlos todo. Zaña nunca se recuperó. Nunca más los arrebatos, nunca más el despilfarro. Sólo el recuerdo, la pena inacabable por esas columnas y esas fachadas debilitadas que aún existen en la ciudad.
Se acabó el espacio. La historia culmina. El frío del otoño limeño comienza a sentirse...hum, parece increíble, al terminar de escribir esta nota se extraña el calor del norte...también las raspadillas, la chicha y el cebiche con sarandaja.
Publicado en la revista Andares
Comentarios
si ubiera mas ilustraciones en estos temas que a mi como estudiantes me sirven y que visito continuamente su pagina ps les agradesco su
por su comprecion
bye
Luego, Apurlec al parecer era como Chan Chan; debido a las lluvias los muros estan muy derruidos, son una sombra llena de pedaceria de ceramica, pero es extenso y se nota que hubo una ciudad prospera en otras eras.
De Eten, uno es el puerto (con el muelle) y otra es la ciudad Eten, la tercera ciudad eucaristica del mundo, se dice.
Lo que es nuevo es el significado que le das a la palabra Naylamp, "ave gallinacea", es nuevo para mi; se que han resucitado el Muchic, idioma de los Mochicas o Sicanes, la ultima persona que lo hablaba murio hacia 1900 (Middendorf).
Saludos cordiales,
r.v.ch.