El 24 de junio, centenares de comuneros forman una cadena interminable en la Reserva Nacional Pampa Galeras-Bárbara D´achille (provincia de Lucanas, Ayacucho), para arrear a las tropas de vicuñas que pastan libremente en la zona. Chaccu, gritan los hombres del Ande, mientras conducen a estos finos camélidos sudamericanos al corral en el que realizarán la esquila de su preciada fibra, repitiendo un ritual de origen incaico, que parecía perdido en el tiempo. Al término de la ceremonia –organizada por el Consejo Nacional de Camélidos Sudamericanos (Conacs)- los animales son puestos en libertad. Vuelven a su reino de altura.
Viajero: Rolly Valdivia Chávez
En la pampa inhóspita, el arco iris ya no quiere estar quieto. Se muere de ganas de juguetear con el viento y decide convertirse en bandera. Ahora flamea en una atalaya de piedra.
En el fortín del soroche (mal de altura), tres zorros hambrientos y ambiciosos olvidan su proverbial astucia y caen en una trampa. Quedan atrapados en un corral de madera y rejas de alambre.
En las tierras del ichu, un tataranieto del Sol recita juramentos en quechua. Clama por el bienestar de su pueblo y pide una ayudita extra para sus exámenes en el instituto pedagógico.
Y es que todo puede suceder cuando la calma, la quietud y el sosiego de la puna, es desgarrado por densas cortinas de polvo que incitan al viento a susurrar mitos y leyendas; o es roto por coloridas cadenas humanas que rejuvenecen al Sol, que brilla esplendoroso al recordar las hazañas de sus hijos, los Incas, los soberanos del Ande.
Nada sorprende en la tarde de sienes palpitantes, respiración entrecortada y dolores de cabeza, en la que cientos de comuneros se convierten en los eslabones de una vistosa cadena, que invade, usurpa, se apodera de la Reserva Nacional Pampa Galeras-Bárbara D`achille (provincia de Lucanas, Ayacucho), para revivir una costumbre ancestral...
Chaccu, rugen con voz de trueno los hombres del Ande, entonces, vibra, se estremece, tiembla la árida soledad de la pampa. Agitación y movimiento. Corren y saltan los comuneros, mientras el Inca estudioso se arrellana en su litera crujiente y el arco iris –travieso y picarón- inventa nuevos pasos. Baila con más ritmo en su atalaya de piedra.
Chaccu, chaccu, se prolonga el rugido en la yerma inmensidad de la pampa. Se estrechan los eslabones, la cadena se acorta, el cerco humano se hace inexpugnable... el Sol se pone furioso y espanta con sus rayos calcinantes a las nubes antipáticas que le tapan la vista, y el viento cuenta historias de doncellas o de reinas de piel canela y... ¿los zorros?, al borde del infarto. No saben por donde escabullirse.
Chaccu, chaccu, chaccu, el grito es constante, enloquecedor. Se desborda la emoción, crece el desorden. “Ya vienen, ya vienen las vicuñas”, anuncia con palabras deformadas por la abrigadora mordaza de una bufanda, un comunero (¿de Lucanas?, ¿Puquio? o ¿Andamarca?) que señala puntos de color canela, esparcidos en el austero verdor de la pampa.
La fiesta de la esquila
Una malla cercena su libertad. Reduce su mundo a unos cuantos metros de pampa pisoteada. No pueden escapar, no pueden volver a la soledad de su reino de aire avaro. Sólo queda correr para engañar o cansar a la angustia, para alejarse de los hombres de las manos sarmentosas o de esas monstruosas máquinas de esquilar, que las aterran con sus zumbidos persistentes.
Lo mejor es agruparse. Los machos adelante, defendiendo a sus tropillas de hembras, las crías pegaditas a las patas de sus madres. Los minutos se alargan en la incertidumbre polvorosa, la desesperación aumenta como aumenta el odio al corral. El fin del chaccu se acerca y... ¿los zorros?, aún no comprenden cómo se dejaron arrastrar por la cadena de carne y hueso.
Indefensas en medio del bullicio, añoran su libertad de campos abiertos pegaditos al cielo, aunque éstos también esconden peligros: noches frías, agua escasa, pumas y zorros siempre listos a atacar, cóndores hambrientos y carroñeros, balas traicioneras de cazadores furtivos, que las atacan por el delito de ser bellas.
Muerte en las zonas altoandinas. Pena capital dictada por la ambición de hombres desalmados y sin escrúpulos, que exterminan tropas de vicuñas –machos vigorosos, hembras preñadas, crías de andar errático- para extraer su valiosa fibra, una de las más cotizadas del mundo.
El accionar de los cazadores furtivos tuvo y tiene consecuencias perversas. En 1,965, sólo existían en el Perú, el país con mayor población de camélidos, 5,000 vicuñas (Vicugna vicugna). La reina de las alturas, el hermoso animal que vestía con su fibra a los hijos del Sol, estaba en peligro de desaparecer. La extinción era una nube sombría que estropeaba la claridad de la pampa.
Tiempo de decisiones: Proteger a la vicuña, un animal gregario y herbívoro que habita entre los 3,800 y 5,200 m.s.n.m. ¿Cómo?, creando un reserva, pidiendo el apoyo de la comunidad internacional. Trabajo arduo, duro a veces decepcionante, porque la pampa no tiene límites y los cazadores perfeccionan sus tretas, aguzan sus miras telescópicas.
En 1991, el gobierno peruano concedió el usufructo de la vicuña a las Comunidades Campesinas... y los hombres del Ande se reconcilian con el animal huidizo e indómito, con el que comparten la cordillera. Dos años después, renace el grito de chaccu y, tras varios siglos, la figura del Inca –casi siempre un estudiante- reaparece en Galeras, entonces, el arco iris, volvió a ser la bandera del viejo imperio.
La especie se recupera. Los comuneros se encargan de proteger a los animales y una vez al año las arrean para esquilarla (se extraen entre 200 y 250 gramos de cada animal). El dinero que se obtiene por la venta de la fibra a los consorcios internacionales (el kilo de lana de vicuña puede llegar a costar 300 dólares), es invertido en proyectos de desarrollo.
La estrategia –a pesar de la persistencia de las bandas de cazadores furtivos- viene dando buenos resultados. En la actualidad, según las cifras del Consejo Nacional de Camélidos Sudamericanos (Conacs), existen en el Perú 142,000 vicuñas, distribuidas en casi 8 millones de hectáreas. El fantasma de la extinción se difumina lentamente.
Ya no hay cadenas humanas en Galeras. Todo se reduce al corral, a la teatral llegada del Inca y su séquito, a los esfuerzos de los zorros por recuperar su astucia y a la fascinada contemplación de los ojos negros, los cuellos largos, la figura estilizada de las ariscas vicuñas: reinas de los Andes, doncellas asustadas a miles de metros sobre el nivel del mar.
Rituales antes de comenzar la esquila: un pequeño corte en la oreja de un camélido. Brota la sangre. Los comuneros se la echan en el rostro. El Inca alza los brazos y charla con el Sol y le dice las palabras en quechua que le enseñaron sus padres o repite las frases que aprendió de memoria, cuando sus maestros del Instituto Pedagógico de Puquio, le pidieron que representara al gobernante del Tawantinsuyo.
Se acaban la charla. El Inca se despide del Sol, mira de soslayo a sus súbditos y vuelve a su litera, cuando la máquina de los zumbidos persistentes se acerca. Todo está consumado. La vicuña –atrapada por un grupo de hombres- respira con dificultad, quizás siente frío. Ha perdido su fibra, sus vellones canela y blanco, pero volverá a la puna, seguirá con vida.
Más información sobre camélidos sudamericanos:http://www.conacs.gob.pe
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