Los Jinetes del Mar
Desde tiempos preincaicos, los hombres de Huanchaco –caleta y balneario a 12 kilómetros de Trujillo (La Libertad)- surcan la mar en rústicas embarcaciones de totora, una anea acuática originaria de América. Los antiguos peruanos las llamaron muchic (Pez Dorado); pero, cuando los conquistadores españoles las vieron saltar sobre las olas, las bautizaron con el nombre de “caballitos”. Hoy, la tradición continúa. Los pescadores de este rincón de la costa norte del Perú, siguen galopando en el Pacífico.
Texto y Foto: Rolly Valdivia Chávez
Solito caminaba usted, rapidito iba por las escaleras que llevan al templo de la virgencita del Socorro. ¿Estará perdido?, me preguntaba, mientras lo veía dar vueltas y vueltas como un condenado o un alma en pena. Bien gracioso era verlo ir y venir por el atrio, buscando quién sabe qué cosa en su maletín negro o acercándose a las señoras que salían de la misa.
Yo lo veía de reojo nomás, de lejitos nomás cuando me preparaba para bajar a la playa y zurcir mis redes en la orilla, porque hoy no voy a pescar. El mar está “picado” y el cielo anda medio tristón. Lo mejor es quedarse. No vale la pena retar a las olas cuando están molestas. Eso lo aprendí con los años. Eso me lo enseñó la experiencia.
Trabajaba muy tranquilo en mis redes y miraba -entre puntada y puntada- a los vecinos que vagabundean por el malecón, a mis colegas que conversan para matar el tiempo, a los turistas despreocupados que salen de los hoteles, a las “combis” que vienen de Trujillo... de pronto, aparece usted y su maletín negro, usted y su libretita ajada, usted y su temor de conversar conmigo.
Tendré cara de malo pensé y seguí con mi trabajo. Usted se había sentado en la arena. Me observaba en silencio. ‘Ni que yo fuera un fenómeno’, refunfuñaba para mis adentros y me daban ganas de encararlo, de decirle que ya estaba bueno, que se dejara de tonterías y se marchara de una vez... pero no lo hice, más bien le sonreí, como queriendo invitar a la confianza...
Estoy sentado en la arena, observando a un pescador que teje sus redes. No sé que me pasa. No hablo, soy parte del silencio y del panorama sombrío; cómplice del horizonte nostálgico y de ese mar extrañamente embravecido, del que surgió Taykanamo, el gobernante Chimú que llegó a tierras costeñas en una invulnerable balsa de totora.
Ahora el hombre me mira con ¿desdén?, quizás con ¿encono?... no, parece que sonríe. Me sorprende su actitud. Sé que mi sigilo lo incomoda... caray, debo acercarme, estrecharle las mano y preguntarle sobre Huanchaco y sus legendarios caballitos de totora; pero no lo hago, algo me retiene. Pienso en las señoras endomingadas que salían de la misa.
Ni bien lo vi le dije a mis comadres ‘este joven no ha subido a rezarle a la virgen. Quiere otra cosa’. De eso me di cuenta al instante. “A qué habrá venido”, les advertí a las muchachas. “Se le nota cansado”, respondieron ellas en coro. “Ay, el pobre ha subido corriendo”, se compadecieron al recordar que la iglesia está en una lomita y que un rosario de escalones la separan del pueblo.
Me ganó la curiosidad y les dije a mis comadres que nos quedáramos un ratito. Ellas aceptaron con agrado... en fin, curiosear no es pecado y para ser sinceras nos daba risa su andar atolondrado y la cara de desgracia que puso al darse cuenta que el Sol no aparecía. La nostalgia del cielo no le permitía otear el pueblo ni el mar.
Queríamos hablar. Saber de dónde eras, qué andabas buscando y porque no dejabas de escribir y tomar fotografías; también teníamos ganas de relatar que la iglesia y su único campanario fueron construidos hace más de tres siglos y que la virgen del Socorro es milagrosísima. Por eso la llevan en peregrinación hasta Trujillo.
Te acercaste cuando ya nos íbamos. Comentaste que Huanchaco era un lugar engreído por el mar y nos pediste que te contáramos una historia de la virgen. Nosotras aceptamos. Te dijimos que la trajeron en un barco en el siglo XVI. Desde entonces, no se cansa de hacer milagros y de proteger a los pescadores que ingresan al mar en sus caballitos de totora.
Las señoras me despiden con palmaditas en el hombro y con esas sonrisitas cariñosamente comprensivas que sólo saben dar las madres. Me marcho. Le doy la espalda a la casa del Dios de la conquista y miró las olas de ese mar que trajo a las divinidades del imperio Chimú, el pueblo que construyó Chan Chan, la ciudad de barro más grande del mundo antiguo.
Camino por Huanchaco y sus calles desiertas, ataviadas con los ropajes de soledad que lucen los balnearios en invierno. Ya estoy cerca de la playa. Veo embarcaciones de totora “sembradas” en la arena. Las llaman caballitos por los saltitos que dan al vencer a las olas. Son largos (3 o 4 metros), esbeltos y tienen una frágil apariencia. Sus proas encorvadas apuntan al cielo plúmbeo.
Sólo uno de nosotros ha salido a pescar. ¿Quién será? No logro distinguirlo. Ojalá que vaya con suerte, porque el mar es engreído, traicionero es. Hay que tener mucho cuidado y no ir muy lejos; justo en eso pensaba cuando usted se levantó y se me acercó despacito. Me miraba cómo queriendo preguntarme algo, pero no dijo ni “pío”.
Por un ratito creí que usted era un mudito. Quería quitarme las dudas, acabar con tanto misterio y le dije que yo le podía hablar de los caballitos de totora... ah, usted se puso contento, se alegró bastante y apuntó en su libreta que nosotros mismos tejíamos la totora y que las “embarcaciones” –me da risa esa palabra que usted escribió con letra menudita- nos servían casi tres meses.
Y al toque agarró confianza. Me llamaba “maestro” o “maestrito” y yo medio que me estaba arrepintiendo de haberle comenzado a hablar, porque ya le había repetido como mil veces que nosotros cargamos los caballitos puestos a secar en la orilla, después ingresamos al mar, lo tiramos sobre las olas y nos montamos en ellos. Un remo en forma de pala nos ayuda a mantener el rumbo.
Ahora usted mira su reloj. Se sorprende. Seguro se le ha hecho tarde porque guarda su libreta y se despide. Vaya con Dios le digo, en el momento que me toma la última fotografía...
Ya es tarde. Tengo que volver a Trujillo, pero el pescador no termina su historia. Mejor me despido. Mucho gusto, hasta luego, nos veremos pronto. “Vaya con Dios”, sentencia, luego de explicarme que los antiguos peruanos llamaban “Pez dorado” a las embarcaciones –¿por qué se ríe cuando escribo esta palabra?- de totora. Me alejó. El hombre de las redes palmotea la áspera piel de su corcel marino.
El mar está desierto. Ya nadie desafía sus aguas. Ya nadie cabalga en sus olas constantes. Los dorados caballos de totora descansan en sus establos de arena. Los pescadores reparan sus redes. Las señoras vuelven de la iglesia... una historia termina de escribirse en una libreta gastada.
*Más información sobre los Caballitos de Totora, en:
http://www.enjoyperu.com/magazine/otros-artic/Huanchaco-y-sus/index2.htm
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