Era de madrugada. Dormía malamente en un bus pintón pero con complejo de coladera, porque el aire se filtraba en todas direcciones. Y eso que las ventanas estaban más cerradas que puño de tacaño.
Bueno, decía que dormía congeladamente hasta que unos alaridos me sacaron de los brazos de Morfeo (eso suena algo amariconado, pero la culpa no es mía sino de los griegos). Somnoliento, legañoso, hecho un trapo, tarde unos segundos en recuperar la conciencia y descifrar esos chillidos y vociferaciones, pronunciadas en perfecto "argentino" por un par de "minitas" -vaya, que rápido me contagié-.
Una de las nenas denunciaba al terramozo (ya van dos en este viaje, soy recontra salado) que su mochila había desaparecido misteriosamente. Su compañera de asiento, le hacía la segunda voz en los reclamos, agrandando el barrullo y despertando a todos los pasajeros y quizás hasta el chofer. Total, uno nunca sabe.
Lo cierto es que el terramozo hizo detener el bus, para unirse a la búsqueda del morral perdido... pero era inútil, no aparecía por ningún lado... y la angustia y los gritos y los improperios se multiplicaban, como si estos fueran palabras mágicas capaces de materializar el bolso o, en caso contrario, sensibilizar al supuesto "ladrón".
A pesar del "quilombo" -sigo con el lunfardo- logré entender que la "gaucha" -sentada frente a mi asiento- tenía la mochila debajo de sus piernas. Eso me hizo sospechar -con austicia y perspicacia que enrojecería al mismísimo 007-, que aquel bulto que entre mis dormires y despertares había golpeado mis pies más de una vez, podía ser el extraviado.
Y no me equivoqué. Debajo del asiento de mi vecino estaba la mochila intrusa. Asunto aclarado, sentencié con voz de fogueado sabueso y, luego, le comuniqué mi hallazgo al nerviosísimo terramozo y a la casi infartada "víctima".
Confieso que esperaba un gracias o una sonrisa en señal de agradecimiento, pero ocurrió todo lo contrario. En cuestión de segundos pasé de la gloria a la incertidumbre, porque la dueña del morral espetó un fulminante y furibundo "mirá vos, ahora tengo que ver que todo este completo".
No pues. Así no es. Acaso crees que te voy a robar, le respondí entre bostezos de indignación, mientras ella abría, buscaba y encontraba. Ah, eso sí, no pidió disculpas ni dijo gracias, tampoco le sonrío al terramozo... menos a mí, el supuesto culpable de su desgracia. ¡Qué difícil es ser un héroe!.
**Moraleja viajera: cuando recorras un camino sinuoso, no dejes tu mochila o bolsa de dormir en el piso. Suelen resbalarse y escabullirse a otros asientos.
Bueno, decía que dormía congeladamente hasta que unos alaridos me sacaron de los brazos de Morfeo (eso suena algo amariconado, pero la culpa no es mía sino de los griegos). Somnoliento, legañoso, hecho un trapo, tarde unos segundos en recuperar la conciencia y descifrar esos chillidos y vociferaciones, pronunciadas en perfecto "argentino" por un par de "minitas" -vaya, que rápido me contagié-.
Una de las nenas denunciaba al terramozo (ya van dos en este viaje, soy recontra salado) que su mochila había desaparecido misteriosamente. Su compañera de asiento, le hacía la segunda voz en los reclamos, agrandando el barrullo y despertando a todos los pasajeros y quizás hasta el chofer. Total, uno nunca sabe.
Lo cierto es que el terramozo hizo detener el bus, para unirse a la búsqueda del morral perdido... pero era inútil, no aparecía por ningún lado... y la angustia y los gritos y los improperios se multiplicaban, como si estos fueran palabras mágicas capaces de materializar el bolso o, en caso contrario, sensibilizar al supuesto "ladrón".
A pesar del "quilombo" -sigo con el lunfardo- logré entender que la "gaucha" -sentada frente a mi asiento- tenía la mochila debajo de sus piernas. Eso me hizo sospechar -con austicia y perspicacia que enrojecería al mismísimo 007-, que aquel bulto que entre mis dormires y despertares había golpeado mis pies más de una vez, podía ser el extraviado.
Y no me equivoqué. Debajo del asiento de mi vecino estaba la mochila intrusa. Asunto aclarado, sentencié con voz de fogueado sabueso y, luego, le comuniqué mi hallazgo al nerviosísimo terramozo y a la casi infartada "víctima".
Confieso que esperaba un gracias o una sonrisa en señal de agradecimiento, pero ocurrió todo lo contrario. En cuestión de segundos pasé de la gloria a la incertidumbre, porque la dueña del morral espetó un fulminante y furibundo "mirá vos, ahora tengo que ver que todo este completo".
No pues. Así no es. Acaso crees que te voy a robar, le respondí entre bostezos de indignación, mientras ella abría, buscaba y encontraba. Ah, eso sí, no pidió disculpas ni dijo gracias, tampoco le sonrío al terramozo... menos a mí, el supuesto culpable de su desgracia. ¡Qué difícil es ser un héroe!.
**Moraleja viajera: cuando recorras un camino sinuoso, no dejes tu mochila o bolsa de dormir en el piso. Suelen resbalarse y escabullirse a otros asientos.
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