Nostalgia Ayacuchana
En 1998 viajé por primera vez a Huamanga y la Quinua en Ayacucho, el departamento más golpeado por la violencia política que ensangrentó al Perú en las últimas décadas del siglo pasado.
La visita me impactó particularmente, porque pude descubrir que las heridas abiertas por la subversión y el accionar represivo del Estado, todavía no cicatrizaban.
Ahora que el presidente de la República, Alejandro Toledo, expresó su deseo de cumplir en su último año de gobierno con las reparaciones pecuniarias y morales a las víctimas de la guerra interna ordenadas por la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) http://www.cverdad.org.pe/, quiero compartir con ustedes este texto, cuya versión original fuera publicada por la revista Ecomundo.
Viajero: Rolly Valdivia Chávez
Se puede escribir que en Ayacucho hay 37 templos de origen colonial y valiosas casonas edificadas por ricos españoles; se puede escribir también, que en los alrededores de la ciudad existe un bosque de puyas, impresionantes restos arqueológicos de la cultura Wari y la histórica pampa de la Quinua, lugar en el que se sellara la independencia de América.
Se puede llenar muchas páginas con eso, pero no has querido hacerlo. Prefieres ver cientos de veces, quizás miles, el desafiante titilar del cursor que parece agrandarse en cada una de sus pulsaciones en la esquina siniestra de una pantalla en la que todo está en blanco. No encuentras palabras para expresar tus confusos pensamientos.
Escribes un párrafo: Ayacucho, a 2,761 m.s.n.m. y a 500 kilómetros de Lima, es una nostálgica ciudad bordeada por cerros jazpeados de tunales. Fundada el 25 de abril de 1540 con el nombre de Huamanga, todavía mantiene su arquitectura colonial y...
¡Basta!, gritas y dejas de escribir. Quieres que tu texto no sea una trillada descripción de atractivos turísticos, sino un testimonio de las sensaciones contradictorias que te invadieron al conocer Ayacucho, esa urbe andina que fue catalogada por José de la Riva Agüero, como una “vieja ciudad eclesiástica y devota, tierra de añoranzas y soleado silencio, de profundísimo sello español...que mantiene inmutables entre sus cerros las creencias y las costumbres que le enseñaron sus padres los conquistadores”.
El cursor comienza a moverse frenéticamente. Escribes: Al ver por primera vez la amplísima Plaza de Armas de Ayacucho, sentí una profunda tristeza que parecía emanar de las arquerías de piedra que la rodean. La sensación se hizo más grande al recorrer sus empinadas calles, sus antiguos templos o al escuchar la voz de sus cantores y las guitarras de sus músicos.
Fue como si una bruma de desconsuelo, mezcla del olvido, el atraso, el hambre de siglos y el dolor generado por la violencia política, cubriera todos los rincones de Ayacucho.
Hay mucho dolor, heridas abiertas, corazones destrozados. Un pueblo que vivió entre los demenciales ataques de Sendero Luminoso y la cruenta represión de las Fuerzas Armadas. El horror ha dejado su impronta en la memoria de los ayacuchanos. En su mentes aún retumban los estallidos de las bombas, el sonar de las sirenas, el llanto de las madres.
Los ojos de la noche
Cuando aquellos ojos claros comenzaron a llenarse de lágrimas, sentí que irremediablemente me vencería la tristeza.
Era la última noche que pasaría en Ayacucho y lo que había comenzado como una trivial conversación, se convirtió, repentinamente, en un sombrío relato.
Los ojos claros se deshacían en lágrimas al recordar el terror. “En las noche no había luz y no se podía salir por el toque de queda. Vivíamos con miedo. Era terrible”, nos dice con infinito dolor la joven de los ojos claros.
Nos quedamos en silencio frente a una iglesia. Se persigna. “Aquí reinaba la muerte, cualquiera podía ser víctima. Mataron autoridades y soldados, pero también ancianos y campesinos que sólo sabían de trabajo, de arar la tierra para sobrevivir. Gente del pueblo...” -otra vez las lágrimas y de pronto la voz se convierte en un murmullo.
“Sabes, es muy difícil que alguien te hable de la violencia. Todavía hay mucha desconfianza. La gente prefiere callar -nos dice en tono de sentencia y da por terminado el tema. La conversación vuelve al rumbo que tenía al principio. Las lágrimas empiezan a secarse, se vislumbra una sonrisa. Brillan los ojos claros.
“Todavía hay mucha desconfianza”, era la segunda vez que escuchaba la misma frase. Horas antes, un miembro de las Fuerzas Armadas me había comentado -gesto de molestia, FAL amenazador en el hombro- que la gente de la ciudad miraba con recelo a los uniformados: “cuando estamos de civil no hay problema, pero si nos ven con el uniforme no nos hablan ni siquiera nos quieren atender en las tiendas. Hay resentimiento”.
"Quiero que me trasladen y no porque haya violencia, todo está tranquilo, lo que pasa es que Ayacucho me entristece. No me siento cómodo”. El joven suboficial tenía ganas de hablar, de desahogarse; sin mediar ninguna pregunta siguió con su relato: “El otro día fuimos a patrullar a un barrio que está en el cerro -con su dedo señala un punto gris en el horizonte- no te imaginas la pobreza que hay. Es desesperante, nunca había visto un lugar tan mísero. Aquí hay mucho por hacer, se ha solucionado la violencia pero hay otros problemas”.
La noche se extingue con diáfanas gotas de lluvias. Ayacucho despierta. Amanecer transparente. El sol es una bola incandescente que aparece tras de los cerros. Su ígneo fulgor contrasta con la atmósfera azulada del cielo...de pronto el retumbar de unos pasos quiebra la armonía del alba.
Desfile de Ronderos. En la Región Los Libertadores-Wari, a la que pertenece Ayacucho, miles de campesinos tomaron las armas para enfrentarse al terror. Hoy, aunque se respira un aire de aparente paz en las ciudades y pueblos de la zona, siguen alertas, con las armas al ristre para evitar cualquier rebrote de la subversión.
En ese amanecer, se dirigían al pueblo de la Quinua a controlar el orden durante la representación de la Batalla de Ayacucho, que 2 mil personas realizarían en la histórica Pampa donde se selló la libertad de América.
La representación de la batalla fue la actividad principal de la Semana de la Libertad Americana. Entre las actividades destacó el II Festival de Deportes de Aventura-Ayacucho 98. Parapente, ciclismo de montaña, escalada en roca, canotaje y bungee jump (salto desde un globo aerostático), fueron las disciplinas que se desarrollaron en la ciudad de Ayacucho, la Pampa de la Quinua y en Huanta.
Ayacucho posee un impresionante potencial para el turismo convencional y el turismo de aventura. Superado el problema de la violencia, esta región del Ande puede convertirse en un importante destino para los viajeros de todo el mundo.
Atractivos no faltan. Templos, casonas y conventos coloniales. Restos arqueológicos de la cultura Wari -el primer imperio Andino- e incaicos, como la ciudadela de Vilcashuamán; cálidos valles de fantásticos paisajes como Huanta; cuevas cargadas de historia como Pikimachay donde se encontraron vestigios pertenencientes a los hombres más antiguos de los Andes Centrales (10,000 a 15,000 a.C.).
Paseo por la Quinua
“¡Moldes?”...el maestro clava su mirada entre ofendido y admirado. “Moldes, has dicho moldes”, vuelve a repetir y me voy dando cuenta que mi pregunta, que sólo tenía la intención de conocer alguno de los secretos de la artesanía de Quinua, había sonado a impertinencia y logrado el efecto contrario.
El maestro se irritó, pero su enojo fue momentáneo. Luego de unos segundos, no sé si por defender el honor de los artesanos de la Quinua -mancillado por la irreverente pregunta- o simplemente para dejar constancia de mi ignorancia, recalcó que ellos no utilizaban ningún tipo de molde al hacer esas iglesias de campanarios torcidos.
“Todo sale de aquí -se golpea la sien al decirlo- por eso ninguna iglesia es idéntica a la otra”. Tras la aclaración, Raúl Palomino, uno de los artesanos del pueblo de Quinua, vuelve a pintar, con un delgado pincel, las torres de su última iglesia.
Palomino es heredero de una larga tradición alfarera que tiene su origen en las culturas Warpa y Wari. Él, como los demás artesanos del pueblo, moldea con sus manos diestras la tierra rojiza de la localidad, en un pequeño horno de leña cocen brevemente la pieza, aproximadamente una hora, para luego pintarla con pigmentos de tierra.
Además de templos de cerámica, los alfareros representan grupos de músicos y pastores, toritos, candelabros, cántaros y platos con diseños tradicionales, que son inconfundibles por su tono opaco y su aspecto terroso.
Habitado por alfareros y agricultores, la Quinua se encuentra a 32 kilómetros de Ayacucho y a 3,300 m.s.n.m. Tejas, calles adoquinadas, casas pintadas de blanco de típico estilo serrano, hacen de este pueblo un remanso de paz y tranquilidad.
Y si Ayacucho tiene 37 iglesias, en Quinua hay muchísimas más, aunque son pequeñitas y están hechas de cerámica. Tienen los campanarios retorcidos y al cura y a los feligreses en la puerta. Tradicionalmente estas iglesias se colocan en los techos de las casas recién ocupadas para mantener lejos a los malos espíritus y son regaladas por los padrinos.
En las calles de la Quinua, me olvidé de la tristeza, me alejé de la bruma que opaca a la antigua Huamanga, quizás el secreto de este sosegado pueblo, que es difícil creer que haya sido sacudido por la violencia, estriba en esas iglesias torcidas que encaramadas en lo alto de rojizos tejados otean un verde panorama.
Aclarado el asunto de los moldes, el artesano continuó con su trabajo. Lo observamos. No se incomoda. Maestro, una fotito, le decimos con algo de temor y él acepta pero nos dice que una nomás, porque es mejor que guarde rollo para cuando vaya a la Pampa o recorra el museo de sitio que se encuentra justo al frente de su taller.
Le hacemos caso y nos marchamos apenas se extingue el destello del flash. El pueblo no es sólo célebre por sus artesanos. Unas de las páginas más gloriosas de la historia americana se escribió en esta tierra.
El 9 de diciembre de 1824, las tropas patriotas y realistas se enfrentaron en la Pampa de la Quinua...y el Mariscal Antonio José de Sucre alza su espada y da la orden de ataque. Ha llegado el momento decisivo.
Las tropas se enfrentan. Se escucha el fragor de los cañones. Caen las primeras víctimas. Somos testigos de un momento trascendental. Es 9 de diciembre y 2 mil jóvenes, entre universitarios y escolares, reviven 174 años después, la epopeya de Ayacucho.
Termina la batalla. Cadáveres regados en toda la pampa. Sucre pasea victorioso. El público aplaude y se emociona, como si realmente en ese momento se estuviera obteniendo la libertad de un continente. Al fondo, el Obelisco erigido en 1974 en honor a los vencedores de Ayacucho, parece rozar el cielo.
Dejamos la Quinua con sus iglesias y artesanos. Dejamos Ayacucho con su velo de tristeza. Un arco iris cruza el horizonte. Una voz quebrada entona el adiós pueblo de Ayacucho. Un trueno retumba en la ciudad.
Nos alejamos. Cae la niebla. Arrecia el frío. La experiencia se convertirá en recuerdo. ¿Volveré?, no lo dudo; ¿me abrumará la nostalgia?, es difícil saberlo, sólo sé que las heridas tardan en cerrar y que un pueblo que supo vencer la violencia, sabrá imponerse ante la melancolía: La bruma cederá y no habrá más ojos claros que lloren en la noche.
*Información sobre la Batalla de Ayacucho: http://www.altercom.org/article3154.html; acerca de la semana santa en ayacucho: http://www.angelfire.com/pe/huamanga/semana.html; sobre Vilcashuaman: http://www.arqueologia.com.ar/peru/vilcas.htm
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