El verano pasado descubrimos una caleta encantada en la costa piurana. Al lado de varias lanchas invencibles, esuchamos historias asombrosas de lanchas hundidas misteriosamente y bebimos chicha con veteranos hombre de mar. Los pormenores de nuestra travesía por el distrito de Los Órganos, fue publicada en la revista Viajeros de Lima. Hoy, al tirar un anzuelo en nuestro archivo periodístico, pescamos esta sabrosa nota.
Melodías de verano
El son playero de Los Órganos
En una caleta escondida, un hombre tostado de sol y mar, vaticina el futuro: “tú vas a volver. Es parte del encanto”. Sus compañeros que lo rodean asienten con sonrisas escuetas, tal vez cómplices o aseveran con un leve movimiento de cabeza, casi tan tenue como el vaivén de las olas que arrullan y acarician a los veleros de mástiles desnudos que bailotean en un mar sin puerto.
¿Encanto?, ¿volver?... no entiendo nada, caray. Recién llego y ¡zas!, un pescador –semblante de patriarca, voz de jaranero y gesto de ‘no me discutas, caramba”-, profetiza mi inminente retorno a la arena caliente de la caleta El Ñuro, en el distrito talareño de Los Órganos, con un aplomo y confianza que causarían la envidia del mismísimo Nostradamus.
Absorto e incrédulo, voy en busca del pescador que augura mi pronto retorno. Camino de cara al mar, disfrutando la tibieza de la arena y mirando de reojo al farallón que cercena el horizonte mientras me acerco a varias balsas rústicas, veleros en reparación y a un par de camiones frigoríficos que alimentan sus cámaras congeladas con kilos y más kilos de calamares gigantes, tollos, agujas y merluzas.
En este lugar retozan quienes “cosechan en el mar”. Ellos aprovechan la débil sombra que proyectan sus embarcaciones convalecientes o la sospechosa comodidad de las javas de plástico… ¿Y cómo sabe qué volveré?, pregunto a boca de jarro.
El hombre levanta su gorra para verme a los ojos: “la gente retorna, siempre lo hace”, añade en tono rutinario, de verdad mil veces repetida. “Es parte del encanto”, concluye con algo de desgano.
Quiero repreguntar pero no puedo, porque el hombre –tan patriarca, tan profeta- resultó ser un hablantín de polendas y se desternilla en carcajadas y palmotea a sus “socios” y pide una fotito y posa con sus compañeros; y, en vez de sonreír, sigue con su derroche oratorio, sin permitir interrupciones. Quién lo para por Dios… ¿tal vez sólo el encanto?
De su avalancha de palabras logro entender que en junio estaré nuevamente en El Ñuro, rezando y bailando de lo lindo en la fiesta de San Pedro o Pedrito, el entrañable patrón de los pescadores, “de nosotros, pues, ¿entiendes?...” y al fin deja de hablar y cuando me animo a preguntar, uno de sus compañeros arremete, alza la voz, se apodera de la “conversación”.
“Venga, es bien bonito. Aquí todos somos amigos. Nuestra caleta es tranquila”, animan, invitan, se entrometen los compañeros de las sonrisas frugales; “capaz hasta se enamora y se nos pierde por ahí”, imaginan romances los que asintieron con la cabeza. “Se nos vuelve pescador”, concluye el ‘Nostradamus norteño’ y todos ríen, arman alboroto, bullicio, chacota. Sepultan la rutina en las orillas del Pacífico.
Alto, basta, no nos saltemos el calendario, por favor. Es enero todavía, verano tórrido aún y hierve el norte, aunque eso es casi una constante aquí; así que olvidémonos de junio, de la procesión en el mar, de la chicha en poto, del cevichito, la cerveza y del presunto romance (cómo duele escribir esto). Concentremos en el mar presuntuoso, en las olas refrescantes que parecen reventar solamente para mí.
Sí, ya entiendo lo del encanto. Es el mar y sus olas seductoras, la orilla amplia que hace pensar en el descanso, la voz amistosa y jovial de los pobladores, los veleros que se dejan arrastrar por el viento, el sol, el calor y hasta el vientito frío que corretea en algunas tardes invernales, es… “joven, el Encanto está allá, es la última montaña. Acérquese, pero vaya con cuidado”.
¿Qué?, ¿cómo?, ¿un cerro?... ¡No, qué abuso! ¿Voy a tener que borrar el párrafo anterior?, ¿con lo qué me costó escribirlo? Jamás, no puedo traicionar a mis musas, mejor lo dejo así y aprovecho el momento para explicar que el tan mencionado “encanto”, es, en realidad, un farallón mítico, hechizado, también temido. Más de un velero se ha hundido en la porción del mar que está al frente de él.
“No hay que pasar cerca. Es peligroso y traicionero”, asevera la gente de El Ñuro, incluso los pescadores que nacieron en otras tierras, tal vez en el Bajo Piura, quizás en la sedienta Sechura; y, aunque nadie sabe el origen de la historia, todos la repiten y hasta le agregan detalles, porque “a mí me han dicho que se ven procesiones fantasmas”, jura y rejura un poblador con su poto de chicha al ristre.
Ahora voy hacia El Encanto. Uno, dos, tres pasos y… un mal augurio: varios gallinazos sobrevuelan la zona. Los ignoro, cada vez me acerco más al gigante embrujado. Es inmenso y parece una sombría fortaleza con sólidas columnas. ¿Trepar?, ¿ascender a su cumbre? “Es peligroso”, recuerdas la advertencia del pescador y, por esta vez, prefieres hacer caso. Mirarlo de lejitos.
Lo que no me dijeron ni en la playa ni en las austeras casas de adobe o madera de la humilde pero preciosa caleta de El Ñuro (a 6 kilómetros del centro urbano de Los Órganos), es que el nombre del distrito también está relacionado al mentadísimo farallón.
Cuentan en las calles de la zona urbana, en el muelle artesanal, en el malecón recién pintadito y hasta en el despacho del alcalde, Ricardo Arca Aponte, que esta tierra, declarada distrito en 1964, fue bautizada así porque cuando el viento sopla o alguien grita cerca del farallón El Encanto, el sonido del eco se asemeja a la voz de los viejos órganos a tubos.
Eso es lo que dicen en la capital de Los Órganos, localizada en el kilómetro 1,152 de la Panamericana Norte (región Piura). Un pueblo costero que, contradictoriamente, vivió durante muchos años de espaldas al mar, debido a una “fiebre de oro negro” que se fue curando (o secando) de a pocos. Y llegó la crisis, el desempleo, el no saber qué hacer.
Actualmente se piensa en el turismo. Ahora se habla de la pesca de altura y se describen fabulosos merlines, peces espadas y también agujas; de la ola izquierda tubular que revienta en Punta Veleros y que cada año convoca a más surfistas y en esas primorosas playas “anchas y en forma de gran jota”, como las describiera Ricardo Espinoza, “El Caminante”, durante su travesía de arena de Tumbes a Tacna.
Y cuando camino por las playas de Los Órganos, lo hago con la intención de comulgar con el mar, de intimar con la arena, de dejar mis huellas en la orilla extrañamente desierta. Quiero sentir los rayos de un sol que brilla sin fuerza, irresoluto y tibión. Se ha disfrazado de invierno.
Al mediodía la playa principal o central del distrito (a la que acuden los lugareños), se llena de vida, de bullicio, de gritos y alaridos. Y hasta el sol parece despertar, desatando su calurosa furia, haciendo resplandecer las aguas, despertando a los pelícanos, alegrando a los vendedores de helados y raspadillas.
Ya es verano otra vez. Enero, mes de cuerpos bronceados y zambullidas en ese mar que es de todos y para todos, del mar que no prefiere ni distingue ni a ricos ni pobres. Y aparecen los niños con cámaras infladas que fungen de salvavidas y se inician las ardorosas pichanguitas en la arena, los quiebres y las patadas, los goles y la piconería; también llegan las parejitas envueltas en mohines y caricias.
Hacia el sur y pasando el muelle del pueblo, está Punta Veleros. Aquí todo es más calmado, sin llantas salvavidas y sin partiditos entre solteros y casados. Sosiego y tranquilidad, la misma que se siente en Vichayito, la playa del distrito con mayor infraestructura turística. Se encuentra a 5 kilómetros al norte del centro de Los Órganos y al ladito de Máncora, nomás.
Dejo de caminar. Mis piernas piden descanso. Me siento en la arena y contemplo el mar y, quizás por el agotamiento, me parece que cada ola me convoca, me incita a entrar.
Pretendo hacerlo, me levanto, me acerco… me arrepiento, es culpa del encanto, porque vaya a saber porque extraña razón, percibo que si en ese instante me dejaba atrapar por las aguas, nunca más abandonaría Los Órganos.
Será para la próxima. En junio, cuando se festeje a San Pedro y este viajero –según el augurio de los pescadores- se perderá con alguna sirenita en los farallones de la caleta El Ñuro. Sólo queda esperar. El tiempo vuela, dicen. Ojalá que sea verdad. (Rolly Valdivia Chávez).
Melodías de verano
El son playero de Los Órganos
![](http://photos1.blogger.com/blogger/7318/1276/200/Dsc_0112%20copia.jpg)
¿Encanto?, ¿volver?... no entiendo nada, caray. Recién llego y ¡zas!, un pescador –semblante de patriarca, voz de jaranero y gesto de ‘no me discutas, caramba”-, profetiza mi inminente retorno a la arena caliente de la caleta El Ñuro, en el distrito talareño de Los Órganos, con un aplomo y confianza que causarían la envidia del mismísimo Nostradamus.
Absorto e incrédulo, voy en busca del pescador que augura mi pronto retorno. Camino de cara al mar, disfrutando la tibieza de la arena y mirando de reojo al farallón que cercena el horizonte mientras me acerco a varias balsas rústicas, veleros en reparación y a un par de camiones frigoríficos que alimentan sus cámaras congeladas con kilos y más kilos de calamares gigantes, tollos, agujas y merluzas.
En este lugar retozan quienes “cosechan en el mar”. Ellos aprovechan la débil sombra que proyectan sus embarcaciones convalecientes o la sospechosa comodidad de las javas de plástico… ¿Y cómo sabe qué volveré?, pregunto a boca de jarro.
El hombre levanta su gorra para verme a los ojos: “la gente retorna, siempre lo hace”, añade en tono rutinario, de verdad mil veces repetida. “Es parte del encanto”, concluye con algo de desgano.
Quiero repreguntar pero no puedo, porque el hombre –tan patriarca, tan profeta- resultó ser un hablantín de polendas y se desternilla en carcajadas y palmotea a sus “socios” y pide una fotito y posa con sus compañeros; y, en vez de sonreír, sigue con su derroche oratorio, sin permitir interrupciones. Quién lo para por Dios… ¿tal vez sólo el encanto?
De su avalancha de palabras logro entender que en junio estaré nuevamente en El Ñuro, rezando y bailando de lo lindo en la fiesta de San Pedro o Pedrito, el entrañable patrón de los pescadores, “de nosotros, pues, ¿entiendes?...” y al fin deja de hablar y cuando me animo a preguntar, uno de sus compañeros arremete, alza la voz, se apodera de la “conversación”.
“Venga, es bien bonito. Aquí todos somos amigos. Nuestra caleta es tranquila”, animan, invitan, se entrometen los compañeros de las sonrisas frugales; “capaz hasta se enamora y se nos pierde por ahí”, imaginan romances los que asintieron con la cabeza. “Se nos vuelve pescador”, concluye el ‘Nostradamus norteño’ y todos ríen, arman alboroto, bullicio, chacota. Sepultan la rutina en las orillas del Pacífico.
Alto, basta, no nos saltemos el calendario, por favor. Es enero todavía, verano tórrido aún y hierve el norte, aunque eso es casi una constante aquí; así que olvidémonos de junio, de la procesión en el mar, de la chicha en poto, del cevichito, la cerveza y del presunto romance (cómo duele escribir esto). Concentremos en el mar presuntuoso, en las olas refrescantes que parecen reventar solamente para mí.
Sí, ya entiendo lo del encanto. Es el mar y sus olas seductoras, la orilla amplia que hace pensar en el descanso, la voz amistosa y jovial de los pobladores, los veleros que se dejan arrastrar por el viento, el sol, el calor y hasta el vientito frío que corretea en algunas tardes invernales, es… “joven, el Encanto está allá, es la última montaña. Acérquese, pero vaya con cuidado”.
¿Qué?, ¿cómo?, ¿un cerro?... ¡No, qué abuso! ¿Voy a tener que borrar el párrafo anterior?, ¿con lo qué me costó escribirlo? Jamás, no puedo traicionar a mis musas, mejor lo dejo así y aprovecho el momento para explicar que el tan mencionado “encanto”, es, en realidad, un farallón mítico, hechizado, también temido. Más de un velero se ha hundido en la porción del mar que está al frente de él.
“No hay que pasar cerca. Es peligroso y traicionero”, asevera la gente de El Ñuro, incluso los pescadores que nacieron en otras tierras, tal vez en el Bajo Piura, quizás en la sedienta Sechura; y, aunque nadie sabe el origen de la historia, todos la repiten y hasta le agregan detalles, porque “a mí me han dicho que se ven procesiones fantasmas”, jura y rejura un poblador con su poto de chicha al ristre.
Ahora voy hacia El Encanto. Uno, dos, tres pasos y… un mal augurio: varios gallinazos sobrevuelan la zona. Los ignoro, cada vez me acerco más al gigante embrujado. Es inmenso y parece una sombría fortaleza con sólidas columnas. ¿Trepar?, ¿ascender a su cumbre? “Es peligroso”, recuerdas la advertencia del pescador y, por esta vez, prefieres hacer caso. Mirarlo de lejitos.
Lo que no me dijeron ni en la playa ni en las austeras casas de adobe o madera de la humilde pero preciosa caleta de El Ñuro (a 6 kilómetros del centro urbano de Los Órganos), es que el nombre del distrito también está relacionado al mentadísimo farallón.
Cuentan en las calles de la zona urbana, en el muelle artesanal, en el malecón recién pintadito y hasta en el despacho del alcalde, Ricardo Arca Aponte, que esta tierra, declarada distrito en 1964, fue bautizada así porque cuando el viento sopla o alguien grita cerca del farallón El Encanto, el sonido del eco se asemeja a la voz de los viejos órganos a tubos.
Eso es lo que dicen en la capital de Los Órganos, localizada en el kilómetro 1,152 de la Panamericana Norte (región Piura). Un pueblo costero que, contradictoriamente, vivió durante muchos años de espaldas al mar, debido a una “fiebre de oro negro” que se fue curando (o secando) de a pocos. Y llegó la crisis, el desempleo, el no saber qué hacer.
Actualmente se piensa en el turismo. Ahora se habla de la pesca de altura y se describen fabulosos merlines, peces espadas y también agujas; de la ola izquierda tubular que revienta en Punta Veleros y que cada año convoca a más surfistas y en esas primorosas playas “anchas y en forma de gran jota”, como las describiera Ricardo Espinoza, “El Caminante”, durante su travesía de arena de Tumbes a Tacna.
Y cuando camino por las playas de Los Órganos, lo hago con la intención de comulgar con el mar, de intimar con la arena, de dejar mis huellas en la orilla extrañamente desierta. Quiero sentir los rayos de un sol que brilla sin fuerza, irresoluto y tibión. Se ha disfrazado de invierno.
Al mediodía la playa principal o central del distrito (a la que acuden los lugareños), se llena de vida, de bullicio, de gritos y alaridos. Y hasta el sol parece despertar, desatando su calurosa furia, haciendo resplandecer las aguas, despertando a los pelícanos, alegrando a los vendedores de helados y raspadillas.
Ya es verano otra vez. Enero, mes de cuerpos bronceados y zambullidas en ese mar que es de todos y para todos, del mar que no prefiere ni distingue ni a ricos ni pobres. Y aparecen los niños con cámaras infladas que fungen de salvavidas y se inician las ardorosas pichanguitas en la arena, los quiebres y las patadas, los goles y la piconería; también llegan las parejitas envueltas en mohines y caricias.
Hacia el sur y pasando el muelle del pueblo, está Punta Veleros. Aquí todo es más calmado, sin llantas salvavidas y sin partiditos entre solteros y casados. Sosiego y tranquilidad, la misma que se siente en Vichayito, la playa del distrito con mayor infraestructura turística. Se encuentra a 5 kilómetros al norte del centro de Los Órganos y al ladito de Máncora, nomás.
Dejo de caminar. Mis piernas piden descanso. Me siento en la arena y contemplo el mar y, quizás por el agotamiento, me parece que cada ola me convoca, me incita a entrar.
Pretendo hacerlo, me levanto, me acerco… me arrepiento, es culpa del encanto, porque vaya a saber porque extraña razón, percibo que si en ese instante me dejaba atrapar por las aguas, nunca más abandonaría Los Órganos.
Será para la próxima. En junio, cuando se festeje a San Pedro y este viajero –según el augurio de los pescadores- se perderá con alguna sirenita en los farallones de la caleta El Ñuro. Sólo queda esperar. El tiempo vuela, dicen. Ojalá que sea verdad. (Rolly Valdivia Chávez).
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